viernes, 24 de abril de 2009

HERMANOS DE JESUS

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

HERMANOS DE JESUS

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

JUSTICIA DISTRIBUTIVA

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

UN MERO PUNADO DE HISTORIAS

PENSAMIENTO Y VIDA



¿UN MERO PUÑADO DE HISTORIAS?





Fco José Arnaiz S.J.


Dostoievki en “Los hermanos Karamazov” escribe: “El staretz Zósima dijo: de niño tenía en la casa una Historia Sagrada espléndidamente ilustrada. En este libro aprendí a leer. La Sagrada Biblia ¡qué libro! ¡ qué fuerza para el hombre!. Es algo así como la imagen del mundo, del hombre, de los tipos humanos de todos los tiempos. ¡Y cuántos problemas reciben en este libro claridad y solución!. Una palabra de la Biblia, si cae y arraiga en un corazón sencillo, lo mismo que una pequeña semilla, no muere sino que durante toda la vida permanece en él, en medio de las tinieblas de su mente y de la fealdad de sus pecados, como un punto luminoso, un recuerdo indestructible”
Uno de los frutos más visibles del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia ha sido el entusiasmo por tener y leer la Biblia.
No es cuestión de edad. A todos nos encantan las historietas, las historias, la Historia. La Biblia está llena de historias. Tan llena que alguno pudiera llegar a juzgar que la Biblia no es otra cosa que una colección impresionante de ellas. Las hay delicadas y tiernas, sugestivas y apasionantes, reales y míticas. Nadie que las haya leido un par de veces, las ha podido olvidar.
Del Antiguo Testamento todos recordamos el sacrificio de Abrahán; José vendido por sus hermanos y llegando a ser el hombre fuerte del Faraón en Egipto; el nacimiento y vocación de Moisés; el paso del Mar Rojo y llegada a la Tierra prometida; el combate de David y Goliat; las aventuras de Sansón y de Jonás; las hazañas de Judit y de Ester para liberar a sus compatriotas de invasores y opresores; y las historias de Tobías, Ruth y Job.
Del Nuevo Testamento todos mantenemos vivos en nuestra memoria la visita de Maria a su prima Isabel, el nacimiento de Juan el bautista, el nacimiento de Jesús en Belén, el viaje de los Magos, Jesús perdido y hallado en el Templo entre los doctores, el primer encuentro de Cristo con los apóstoles, el sermón de la montaña, la curación de los leprosos, del ciego de nacimiento, de la hemorroísa, del hijo del Centurión, del hijo de la viuda de Naín, la multiplicación de los panes y los peces, la resurrección del amigo Lázaro, el lavatorio de los pies, el relato dramático de la Pasión y las apariciones del Resucitado.
No obstante esta realidad, la Biblia no es una mera recolección de historias sino la historia de las relaciones de amor de Dios con la humanidad en la que hay que integrar las historias particulares que aparecen a lo largo de las páginas bíblicas.
La Biblia narra acontecimientos y presenta personajes para a través de ellos manifestar qué es el ser humano en la mente y plan divino y qué es lo que Dios quiere hacer de él y con él y expresa así sus relaciones de amor con él. La Biblia resulta de este modo ser una Antropología Teológica profunda que es pena escape a la perspicacia de tantos antropólogos modernos. Es también una Filosofía o Teología de la Historia.
El hondo planteamiento subyacente de toda la Biblia es la falsedad de reducir la macrohistoria de la humanidad y la microhistoria de los acontecimientos y personajes históricos a los acontecimientos y personajes visibles de la Historia y prescindir de la actuación y protagonismo de Dios en ella, un protagonismo fascinante por respetador de la libertad y autodeterminación de los seres humanos y por el sostenido interés, benevolencia y amor hacia ellos.
La Biblia, dicho de otra manera, no es otra cosa que la revelación de Dios, la manifestación paulatina de sus múltiples relaciones con el ser humano y la presentación de su designio total sobre la humanidad. Todo esto está en ella acomodándose al devenir de la historia. La revelación abarca un largo período de unos dos mil años, alcanzando progresivamente a grupos humanos cada vez más amplios y complejos, más evolucionados y cultos. En eso largo período de tiempo, Dios comienza a revelarse primero a Abrahán, jefe de un grupo nómada que vivía en el país llamado hoy Irak, después al pueblo judío y, por último, a toda la Humanidad en la persona de Jesucristo.
Es curioso que en este tiempo, en el que se redactan las partes más importantes de la Biblia, pensadores paganos de gran elevación intelectual y moral, como Sócrates y Platón, lleguen a conocer a Dios como Arquetipo último de las realidades terrenas y escriban sobre él en este sentido. Para ellos, sin embargo, este principio supremo es alguién lejanísimo e inmóvil. Ni por asomo intuyen que ese Dios pueda querer intensamente a los seres humanos; que ese Dios haya ido fundiendo su historia con la historia de la humanidad.
Nosotros conocemos esto gracias a Dios mismo en la Biblia. La pregunta, sin embargo, es ¿cómo Dios revela sus pensamientos y sentimientos en primer lugar cómo lo hace en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento es más claro y evidente.
Dios se revela de modo especial en la historia de Israel, pueblo elegido por Dios, a algunos hombres y mujeres para que ellos a su vez trasmitan a los demás lo revelado. Estas revelan se conservan durante un tiempo de memoria y, pasado ese tiempo, se consignan por escrito para que sirvan en el futuro a toda la humanidad.
Los autores de esos escritos fueron muchos, de diversas épocas y de diverso talento literario, que expusieron lo revelado en diversos estilos y recurriendo a diferentes géneros literarios. Al redactarlos, por añadidura, fueron iluminados de modo singular y guíados por el Espíritu Santo. Se explica así que el pueblo de Israel los llamase “sagrados” y que tales libros (La ley, los profetas y las “Escrituras”) gozasen entre ellos de autoridad divina. Pablo en su segunda carta a Timoteo le pide que recuerde que “desde niño conoce las sagradas escrituras”; que “ellas pueden instruirle a cerca de la salvación por la fe en el Mesías Jesús, ya que las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios, sirven para enseñar, reprender, corregir y educar en la rectitud” ( 2 Tim. 3, 15-16).
Las primeras generaciones cristianas no tardaron en conceder la misma autoridad divina a los Escritos del Nuevo Testamento. Lo atestiguan a finales del siglo I la Didajé, Clemente de Roma, Ignacio de Antioquia y otros.
El autor de la Imitación de Cristo escribe con su sabrosa unción:”Señor, dos cosas son necesarias para mi vida: mantenimiento y luz. Dísteme, pues, tu sagrado cuerpo para alimento del alma y del cuerpo; y además me comunicaste tu divina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Estas dos cosas se pueden también considerar como dos mesas colocadas a uno y otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar donde está el pan consagrado, esto es el precioso cuerpo de Cristo, y otra es la de la ley divina (la Biblia) que contiene la doctrina sagrada y enseña la verdadera fe” (IV, 11).
Con más frialdad pero con precisión académica el Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la divina revelación, expone: “La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto escritos por inspiración del Espíritu Santo (Juan 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Ped 1, 19-21; 3, 15-16), tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos. De este modo, obrando Dios en ellos y por ellos como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos o autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación” (Dei Verbum, 11).
Hay otro aspecto que es justo resaltar. Leer la biblia es anegarse en lo mejor de la Literatura de un pueblo excepcional, de aguda inteligencia y finísima sensibilidad. Una Literatura que ha sido estímulo e inspiración de figuras cumbres de la Literatura Universal. Con su tìpica entonación lo dice Donoso Cortés en su discurso académico de la lengua: “En él (en el libro de la Biblia) aprendió Petrarca a modular sus gemidos. En él vió Dante sus terríficas visiones. De esa fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él Milton no hubiera sorprendido a la mujer en su primera flaqueza, al hombre en su primera culpa, a Luzbel en su primera conquista y a Dios en su primer ceño…”.

DESIGNIO DIVINO

PENSAMIENTO Y VIDA


DESIGNIO DIVINO



Fco José Arnaiz S.J.


A San Pablo le gusta recordarnos que el primigenio designio de Dios respecto al ser humano, desbaratado por el pecado, fue re-instaurado en Cristo y por Cristo. Es un planteamiento que ilumina la esencia íntima del cristianismo.
Dos fases, relacionadas entre sí, y tres líneas de acción en la primera fase implica la restauración. Las dos fases son: temporal y eterna; previa y definitiva. Las tres líneas de acción de la fase temporal y previa son: 1) Dios quiere un progresivo e ininterrumpido perfeccionamiento de la creación al servicio y bienestar creciente de la humanidad a través del trabajo humano. Dios quiere el progreso; 2) Dios quiere el progresivo perfeccionamiento del ser humano a través de su esfuerzo. Dios quiere una sociedad cada vez más perfecta; 3) Dios quiere que esto se haga “sacerdotalmente”, de modo sagrado, en vinculación con Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, en perfección creciente.
Late por debajo de este planteamiento la concepción de Teillard de Chardin que proclamaba arreboladamente que todo movimiento en la tierra hacia delante -todo progreso- es siempre movimiento hacia arriba, hacia Dios.
El perfeccionamiento progresivo de la creación entraña el descubrimiento creciente de las posibilidades existentes en la naturaleza, en la leyes físicas, químicas, bioquímicas y biológicas y la actualización de ellas al servicio de las necesidades temporales de la gran familia humana. Necesidades primarias y secundarias.
Dios entregó al ser humano la “naturaleza” no en un sistema cerrado sino abierto al desenvolvimiento continuo y a combinaciones múltiples que acrecientes sus posibilidades. Se trata de un fabuloso de perspectivas, ofrecido al ingenio y habilidad humana. Piénsese en tantos descubrimientos modernos que son augurio y realidad insoñable de mejoras inconcebibles. Avanzamos hacia tiempos en los que muchas de las dificultades y padeceres humanos serán atribuidas a la abulia humana y no al corazón duro de Dios o a concepciones antropomórficas de la Providencia Divina.
El paso de la posibilidad a la realidad cada vez más maravillosa de la naturaleza deberá ser hecho a través del trabajo multiforme y asociado del ser humano, de la investigación y la técnica. En ello, por ser plan y designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración a Dios y su ayuda incondicional para que así sea.
Lo expuesto encierra una serie de consecuencias importantísimas.
Dios tiene que suscitar “vocaciones” para este quehacer, para este servicio. Es decir que existe el carisma humano de “dominador de la creación”. Por otro lado hay que tener una alta estima cristiana del progreso y sentir su urgencia. Hay que suscitar y madurar una sana concepción cristiana de las realidades terrestres, del progreso, de la ciencia, de la técnica y de los valores terrestres y temporales, fundamento sólido de un cristiano optimismo temporal.
Existe una secularización sana, cristiana, que consiste en no pedir ni buscar la intervención divina donde se debe exigir y buscar el trabajo y la responsabilidad humana. Esto ahuyenta y condena, como contrarias a la esencia del cristianismo la magia, la superstición y el milagrismo.
La progresiva perfección de la sociedad implica una asociación humana cada vez más fraterna y favorecedora de la dignidad humana. Para ello es necesario que la sociedad sea cada vez más comunidad de señores y hermanos. Todo ser humano debe ser –y hay que exigir que lo sea- servidor y perfeccionador de los demás y jamás explotador de ellos, y totalmente identificado con el prójimo, y especialmente con los más pobres y marginados.
Esto requiere el esfuerzo de todos, la dedicación de algunos a buscar fórmulas concretas de lograrlo y modelos de aplicación según los tiempos y las circunstancias de cada nación y momento histórico. Es decir se requieren politólogos y políticos, sociólogos y asistentes sociales, planificadores, servidores públicos, antropólogos y psicólogos.
En esto, también, por ser designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración de Dios y su ayuda generosa para que así sea.
Lo que acabamos de exponer encierra una serie de consecuencias graves que hay que tener siempre muy presentes.
Dios suscita vocaciones para estas funciones y servicios y los que los ejercen en Cristo responden a un carisma divino y Dios está comprometido con ellos. Lo perciban o estén muy ajenos a ello.
Hay que tener una sincera estima de la “política” de la que nadie está eximido. Hay que admitir la autenticidad y bondad intrínseca del compromiso socio-político, concibiendo a la Iglesia –y exigiéndole ser- no sólo crítica y denunciadora de los desórdenes sociales (orden injusto sostenido, estructuras opresoras, actitudes alienantes..) sino agente de cambio, siempre que este sea necesario u oportuno.
El plan de Dios, en tercer lugar, exige que todo esto, que se incluye mutuamente, se haga de modo “sacerdotal”. Nos estamos refiriendo al “sacerdocio común de los fieles” que tanto reclamó el Concilio Vaticano II. Es el lado más fascinante del plan de Dios, reinstaurado en Cristo.
El que todo esto se haga sacerdotalmente significa que se haga de modo sagrado, divinizante. Este modo divinizante es algo más hondo que hacer intencionalmente a gloria y honor de Dios lo que se hace, aunque lo incluya; es hacerlo con Cristo y en Cristo como miembros y cuerpo suyo, vivificados por el Espíritu Santo, presente y actuante en nosotros y con nosotros.
En el bautismo se nos “unge” con el Espíritu Santo, quedando así asumidos a la vida divina. La vida humana pasa a tener dimensión divina y proyección eterna y gloriosa. Esto es el fin, la gloria y el gozo de la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, lo que acabo de exponer densa y esquemáticamente es el punto clave del misterio salvífico de Cristo e ilumina lo innovador y revolucionario del Cristianismo y la importancia de lo escatológico, irrupción de lo divino y lo eterno en lo humano y caduco.
Kart Barth ha escrito muy agudamente que un cristianismo que prescinde de lo trascendental y escatológico no tiene absolutamente nada que ver con Cristo. Reducir la religión cristiana a pura ética y la Iglesia a una simple agrupación de cátaros, de seres humanos honrados e íntegros es desconocer totalmente la esencia del Cristianismo. Desconocerla y pervertirla.
Al llegar a este punto se entiende fácilmente el ministerio sacerdotal jerárquico (Papa, Obispos y sacerdotes) y la distinción esencial, no gradual, entre el sacerdocio común de los fieles (del que hemos hablado hace un momento) y el sacerdocio ministerial.
El sacerdocio ministerial consiste primordialmente en servir a los seres humanos en su sacerdocio común. Un servicio, pues, a los seres humanos, en nombre de Cristo-cabeza, para que todos ellos vivan a plenitud su sacerdocio común. El presbítero pasa asi a ser sacerdote de sacerdotes. Para ello Dios le concede la triple potestad-función de ser maestro, liturgo y pastor, tres aspectos de una misma realidad. Todo esto es más hondo que ser simplemente organizador y presidente de ceremonias cúlticas y expendedor de sacramentos, algo que tienen muy metido en la cabeza muchos hombres y mujeres de hoy.
Entre las muchas definiciones, que se han dado del ministerio sacerdotal, una magnífica sería que el sacerdote ministerial jerárquico es aquel miembro del pueblo de Dios que re-presenta (es decir hace presente y actuante en él) a Cristo-cabeza del cuerpo místico, fuente de vida y de unidad.
A la luz de lo dicho, me limito a insinuar la importancia apostólica y evangélica que tiene dentro del pueblo de Dios el estado de “vida consagrada al Señor” (el estado de los religiosos y religiosas) en cuanto “sacramento” escatológico, en cuanto argumento y símbolo de la existencia de lo trascendente (Dios y la vida eterna y gloriosa), de su belleza, grandeza y atractibilidad.
También subrayo la importancia y grandeza del matrimonio-sacramento, en cuanto instrumento y símbolo de la identificación de Dios con el ser humano en Cristo, es decir de las bodas del Cordero con la Iglesia.
A modo de complemento de todo lo dicho, hay que añadir dos cosas. La primera es lo absurdo del enfrentamiento y de comparaciones entre las diversas vocaciones o carismas dentro del pueblo de Dios. Todas son complementarias: convergen en lograr la totalidad y complejidad del designio divino temporal y eterno, previo y definitivo. Lo fundamental es la vocación cristiana. A San Agustín le gustaba repetir que lo que perdía era ser Obispo y lo que salvaba era ser cristiano.
Dentro del pueblo de Dios hay que saber estimar al otro, sabiéndolo portador del Espíritu Santo o simplemente redimido y justificado por parte de Cristo. Esto debe producir la obligación y gozo de servir y ser servido, de dar y recibir, de enseñar y de aprender, de evangelizar y ser evangelizado.
La segunda cosa que hay que añadir es que en esta perspectiva no son admisibles los planteamientos teológicos restrictivos, que han ido apareciendo modernamente buscando ejes parciales que cristalicen toda la complejidad de la fe cristiana. Lo correcto es buscar presentaciones complexitas que integren todos los contenidos y dimensiones de nuestra fe, para que nada del plan salvífico de Cristo queda excluído o puesto en penumbra.
Una concepción genuina de nuestra fe es irreducible a mero sentimiento y quien así la reduzca lo único que está demostrando es una absoluta ignorancia de lo que es el cristianismo. El Concilio Vaticano II puntualiza: “La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (AA, núm. 5).

UNA CRONICA EXCEPCIONAL

PENSAMIENTO Y VIDA



CRONICA EXCEPCIONAL



Fco José Arnaiz S.J.

Esa crónica excepcional de la primera “Navidad” se la debemos al evangelista San Lucas. Lucas, “el evangelista de la ternura de Dios”.
Quien, sin embargo, ávido de pormenores de esa noche “más clara que el medio día”, que dijo Fray Luis de Granada, acuda a Lucas sufrirá una gran decepción.
En unas breves , aunque densas, líneas él agota todo lo relativo a ese trascendental evento, La causa de la frustración no es el texto sino la superficialidad del lector.
El autor del tercer evangelio, que muy pronto fue identificado con Lucas, el querido médico del que habla San Pablo en su carta a los Colosenses, no tiene interés en lo visible de esa noche sino en lo invisible de lo que narra. Concede, sin embargo, su importancia a lo visible. Tan se lo concede que en el prólogo de su evangelio advierte que “ha investigado todo concienzudamente desde los orígenes y que ha resuelto escribirlo por orden” (Lc 1,3). Convencido, no obstante, que lo importante no son meramente los hechos sino lo que los hechos encierran y significan, lo invisible de los hechos. Lucas busca presentar el plan de Dios, manifestado y realizado por Cristo y en Cristo, el misterio de la “salvación” universal que Cristo vino a instaurar en la tierra. Lo dice en el prólogo a Teófilo: “he resuelto escribírtelo por orden para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido”.
Lucas, pues, siendo historiador, no quiere ser simple historiador sino catequista y teólogo, desentrañador e iluminador de la fe cristiana. Es importante, también, recordar que Lucas escribe a cristianos ya iniciados que buscan un conocimiento más sólido de la fe que han abrazado. Su plan es iluminar el hecho cristiano y el misterio de la persona, misión y obra de Cristo. Sus escritos (tercer evangelio y los Hechos de los Apóstoles) sin dejar de ser historia, son teología de la Historia, teología del Nuevo Testamento que incluye Cristo y la Iglesia.
El pasaje del nacimiento de Cristo ocupa solamente siete versículos. Veintisiete si se la añaden los veinte del pasaje de los pastores y de los ángeles. Aislar estos veintisiete versículos de un conjunto más amplio, en el que está integrado, sería un gravísimo error y traicionar a Lucas. Buena parte de lo que Lucas debiera haber dicho en el nacimiento está dicho en la Anunciación, poco antes.
El secreto está en que los capítulos uno y dos de su evangelio forman un solo bloque compacto, sutilmente estructurado. Cada parte no puede ser plenamente entendida sino a la luz de todo el bloque, por sus muchas y mutuas dependencias. El bloque presenta el nacimiento e infancia de Jesús y de Juan Bautista: anuncio del nacimiento de ambos; visita de María a su prima Isabel; nacimiento del Bautista y de Jesús; pastores y ángeles ante Jesús recién nacido; circuncisión y presentación en el templo; y Jesús ante los doctores.
Todo este conjunto forma, por otro lado, una especie de prólogo teológico de todo su evangelio y del libro de los Hechos de loa Apóstoles. En él Lucas anticipa todos sus grandes temas y presenta nítidamente las claves teológicas de cuanto escribirá.
Todo el material de este prólogo lo monta él artísticamente en dos dípticos o cuadros paralelos. El primer díptico es el de la “anunciación” de Juan y de Jesús; y el segundo díptico es el del nacimiento de Juan y de Jesús. La visita de María a Isabel es una prolongación del díptico de las “anunciaciones”. Y la presentación del Niño e ida al Templo lo es del díptico del nacimiento de Jesús.
Según esto tenemos que Lucas contrapone la figura de Juan a la de Jesús y resalta la superioridad y excelencia de Jesús sobre Juan, desentrañando de este modo el misterio profundo que encierra el hijo singular de María. Jesús es el Mesías, el Salvador, Dios hecho hombre; y Juan es solamente el precursor, su siervo.
No le interesan, como catequista y teólogo, los pormenores históricos de la aparición de Cristo en la tierra sino quién es verdaderamente ese niño que nace en Belén y cuál es la misión que trae. Aquí es donde se va a alargar Lucas.
Para Lucas el Niño, que nace en Belén, es el instaurador de la Nueva Alianza de Dios con la humanidad, el iniciador de los nuevos tiempos que Dios tenía dispuestos desde toda la eternidad, como escribiría su padre y maestro en la fe Pablo de Tarso a los de Efeso. De ahí su vinculación con Juan el Bautista. Con Juan el Bautista termina la Antigua Alianza. “Juan –dice Lucas- irá por delante del Señor, espíritu y poder de Elías para reconciliar a los padres con sus hijos y enseñar a los rebeldes la sensatez de los justos preparándole al Señor un pueblo bien dispuesto “ (Lc 1, 17).
Ese Niño es el Mesías, el Salvador. Lucas lo quiere dejar muy claro. Y también qué tipo de Mesías o Salvador es. En Qumram se hablaba esos días de tres Mesías, uno doctor y profeta; otro, sacerdote, y otro, Rey davídico. Lucas en estos dos capítulos lo deja diáfano: El Profeta es Juan; y el Mesías davídico y Mesías sacerdotal es Jesús. Veámoslo. El niño que nace en Belén llevará por nombre Jesús. Jesús es forma abreviada de Yeohoshuah que significa “Yahvé salva”. Salva ya definitivamente. Lucas deliberadamente repite en este pasaje el texto de Isaías (7, 14), que había ya profetizado que “una virgen grávida daría a luz un hijo y le llamaría Emmanuel” que dice Isaías. La relación entre esos dos nombres –Jesús y Emmanuel “Dios con nosotros”- Jesús salva definitivamente porque es Dios salvándonos entre y dentro de nosotros. La divinidad de Cristo la remacha Lucas añadiendo.”Será grande y se llamará Hijo del Altísimo”. En Israel llamarse equivale a ser. Por otro lado, Grande en absoluto, sin acotación alguna limitativa sólo se aplica en Israel a Dios. A continuación Lucas añade:” Y el Señor, Dios, le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin”. Con esas breves líneas quiere él señalar que ese niño , que nace en Belén, pobre y desguarnecido, es el Mesías esperado por Israel, el prometido y definitivo. Es lo que quiere decir su alusión al Antiguo Testamento. El Mesías esperado (cfr 2 Sam 7, 12; 1 Par 22, 9ss; Salmo 88; Is 9, 6;Miq 4,7; y Dan 7,14) es descrito como “heredero del Reino de David en la casa de Jacob” ( Is 2,5 ; 8, 17 ; 46,3 ; 48,1).
Hay algo muy hondo en el planteamiento de Lucas que me resisto a no comentar. Ha sido el tormento de exegetas. Dice así el texto lucano en la anunciación:”El Espíritu Santo vendrá sobre ti (María) y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Y por eso lo que de ti nacerá santo será llamado Hijo de Dios”. Evidentemente que lo que nacerá de María no será la divinidad. El Verbo ya existía en el principio. Lo que nacedrá de María será la humanidad de Cristo, el llamado Jesús de Belén, Jesús de Nazaret. La humanidad de ningún ser humano incluye por sí misma la participación en la vida divina. Nosotros por los méritos de Cristo la adquirimos en el bautismo. Es un don gratuito de Dios. Esa participación en la vida divina, como lo explica Pablo en diversos lugares, no es otra cosa que el resultado de la presencia transfiguradota del Espíritu Santo que nos es infundido en el bautismo convirtiéndonos en “templos vivos suyos”. Lucas asume todo esto –“misterio estremecedor y fascinante” que dijo Tertuliano- y nos revela así que el Niño, que nace en Belén, nace en cuanto ser humano “santo” e “Hijo del Altísimo”, es decir vivificado divinamente no sólo por la presencia identificadota del Verbo sino también por la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo en él. Por esto, como dice San Pablo, Cristo, en cuanto hombre, es el primogénito y el arquetipo de los renacidos en el Espíritu Santo a la vida divina.
Una vez aclarado todo esto sobre la persona del Niño, Lucas expone su misión. Lo hace en el cántico de María, el “Magnificat” y en el cántico de Zacarías “El Benedictus”. Dice así el Magnificat:”El es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Su brazo interviene con fuerza; desbarata los planes de los soberbios, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos” (Lc 1, 49-53). Y añade en el Benedictus: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel porque ha venido a liberar a su pueblo suscitándonos una fuerza salvadora en la casa de David su siervo…Por la tierna misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que viene de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, para guíar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,68-69; 78-79). La salvación, pues, que trae el Mesías, ese Niño de la cueva de Belén, vendrá del Espiritu Santo y su obra será una obra de luz y de paz.
Lucas, pues, al hablarnos del nacimiento de Cristo en la cueva de Belén no ha sido ni tan parco ni tan sucinto. Es mucho y muy transcendental lo que nos ha dicho.
El profundo misterio de Navidad, pues, nos obliga a acercarnos a su conmemoración con devoción y ternura, con gratitud y estremecimiento.

AÑO PAULINO

PENSAMIENTO Y VIDA


AÑO PAULINO



Fco José Arnaiz S.J.

Todos los datos convergen en que Pablo, el apóstol de los gentiles, nació el año 8 de nuestra era. Fundamentándose en este dato, Benedicto XVI ha decretado un Año Paulino para celebrar el bimilenio de su nacimiento. El mismo Papa lo abrió el 28 de junio de este año en la Basílica de San Pablo extramuros y su clausura será el 29 de junio del año 2009.
La figura de Pablo es tan imponente en el Cristianismo que no han faltado enemigos del cristianismo que han defendido que el verdadero fundador de este fenómeno histórico es él y no Jesucristo.
Todo en él es impresionante: su conversión, su trayectoria, su personalidad, su obra y sus escritos.
Personalmente, como profesor de Teología que he sido por muchos años y como entusiasta de la Teología, mi admiración hacia Pablo como teólogo es inmensa.
Cercano al hecho de Cristo, (casi coetáneo de él), por haber nacido unos ocho años después de él y conocedor, por lo tanto de su existencia, vida y enseñanzas aunque no discípulo suyo, (más bien enemigo por sus diatribas frecuentes contra los fariseos a cuyo grupo pertenecía), y surgidas las primeras comunidades cristianas después de la resurrección de Cristo, Pablo de Tarso se constituyó perseguidor implacable de ellas.
El Cristo resucitado, sin embargo, que, con sus apariciones en cuerpo glorioso, devolvió y fortaleció la fe de sus apóstoles, en sus designios inescrutables se le apareció también a él, camino de Damasco y le vino a decir claramente que contaba con él para la expansión de la “buena nueva” , del misterio de la salvación universal que incluía la redención de nuestros pecados, la reconciliación de Dios con la humanidad a través de Cristo y nuestra santificación por la participación en la vida divina por la infusión del Espíritu Santo que nos hacía hijos verdaderos de Dios por adopción y herederos consecuentemente de la vida eterna y gloriosa en Dios y con Dios.
Supuso esto una gran convulsión en su interior. No era él un hombre liviano en sus convicciones, sobre todo religiosas. Fuertemente reflexivo y de temperamento ardiente y apasionado no admitía debilidades en su fe judía ni ataques a ella. Esa fe era para él convicción, pasión e identidad.
Sabía de Jesús de Nazaret. Lo había percibido como uno de tantos buenos profetas que surgían de tiempo en tiempo en Israel y había pensado que con su muerte habría de desaparecer su influjo. No había sido así.
No le había gustado en él el fondo revolucionario de sus planteamientos religiosos, su tono universalista y sobre todo que hubiese repetido insistentemente que él era la resurrección y la vida. No había soportado que hubiese dicho que él era más grande que Abraham y Moisés. Sabía que él había tenido frases muy duras contra los escribas y fariseos y por eso él, Pablo, se había convertido en perseguidor enardecido de sus secuaces.
Le constaba que había sido crucificado como un malhechor y no había creído que hubiese resucitado pero ahora resultaba que el resucitado se le había aparecido a él nada proclive a alucinaciones. Se le había aparecido en cuerpo glorioso y le había hablado claramente.
Ante este hecho irrecusable para él toda su vida y mundo anterior se le vino abajo. El equivocado era él y no aquel Jesús de Nazaret.
Todo ser humano sometido repentinamente a una experiencia de estas características, que exige un cambio radical de vida, piensa mucho y termina fraguando una personalidad muy típica, honda, firme y rica. Es el caso de San Agustín, de Newman, de Ignacio de Loyola y en nuestros días de García Morente y tantos otros. Y fue el caso de Pablo. Lucas nos informa que al aparecérsele el Cristo glorioso y decirle “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, él le preguntó “ ¿quién eres, Señor?, y que el Señor le contestó: “Yo soy Jesús , el mismo a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad. Allí te dirán lo que tienes que hacer”.
Los tres días de total retiro en Damasco, antes que viniese a verle y bautizarle Ananías, fueron, sin duda, a juzgar por sus futuras cartas, de una gran densidad mental, de mucho reflexionar bajo la acción del Espíritu Santo. Su conversión a Cristo no se había producido y se estaba produciendo por una frustración personal de su fe judaica y un progresivo conocimiento y admiración de la fe cristiana sino por una súbita irrupción de Dios en su vida. Esto le obligaba ahora a un proceso serio de comprensión profunda de aquello a lo que era llamado. Ante cualquier realidad el ser humano, (y es más humano cuanto más racional y conscientemente actúe ) procede así.
El itinerario de los sometidos a una experiencia similar es: percibir, reflexionar (razonar, discurrir), juzgar, deducir y valorar. Por su innata curiosidad, no se contentan con su constatación sino que quieren saber su origen, su entraña, sus implicaciones, su funcionalidad, su finalidad, su valor es decir sus múltiples relaciones con la creación y ante todo con el ser humano. Fue lo que San Pablo comenzó a hacer en Damasco y continuó haciéndolo toda la vida respecto a Cristo y la fe cristiana. Y esto es precisamente lo que le constituye figura singular y primer teólogo del Cristianismo.
El teólogo es un individuo que asume como propia la tarea de intentar comprender un misterio divino presente en la revelación o en la tradición de la Iglesia y una vez comprendido conceptualizarlo y , una vez conceptualizado, formularlo y , una vez formulado, trasmitirlo.
Solamente los de indiscutible talento y después de pensarlo y sobrepesarlo mucho son capaces de condensar su pensamiento en breves y lapidarias frases.
Es hechizante en San Pablo encontrar aquí y allá en sus cartas síntesis fascinantes del misterio de Cristo que iluminan profusamente la fe cristiana. Nadie ha definido mejor que él, en la Carta a Tito (3, 4-7) la profundidad del misterio de la salvación.
En sólo un párrafo, descifrador de la salvación, hace él los siguiente planteamientos: 1) La salvación consiste en un bautismo que nos purifica y produce en nosotros una vida nueva ; 2) la fuente de esa nueva vida es el Espíritu Santo dentro de nosotros; 3) Ese Espíritu Santo dentro de nosotros se lo debemos a Cristo; 4) En virtud de esa nueva vida somos “justos”, santos; 5) y poseemos ya, en esperanza, como herencia, la gloria eterna. 6) Y esto se le debemos puramente a la misericordia de Dios sin mérito alguno nuestro; 7) y esto muestra la bondad y amor de Dios a la humanidad.
Dice textualmente San Pablo: “Dios, nuestro Salvador, mostró su bondad y su amor a la humanidad, pues, sin que nosotros lo mereciésemos, por pura misericordia suya, nos salvó por medio de un bautismo que produce nueva vida por medio del Espíritu Santo que Jesucristo nuestro Salvador nos lo infunde generosamente, para que, hechos ya justos (santos, partícipes de vida divina) ahora, tengamos en esperanza, como herencia, la vida eterna”
A propósito de su situación en ese momento, preso en la cárcel mamertina de Roma por el único “delito” de predicar el evangelio de Cristo, Pablo le esboza a Timoteo en su segunda carta (2, 11-13) un breve tratado de ascética cristiana: “Esto es muy cierto: Si morimos con Cristo, también viviremos con El; si sufrimos con valor por El, tendremos parte en su reino; si lo negamos, también El nos negará; si nos somos fieles, El, sin embargo, seguirá siendo fiel porque El no se contradice”.

martes, 17 de marzo de 2009

El valor de la vida. Conferencia Pastoral Salud

EL VALOR DE LA VIDA


Mons. Fco José Arnaiz S.J.





El título que me propusieron para esta charla fue “Bioética. El valor de la vida”. La Bioética, con fuertes y específicos reclamos hoy no es precisamente campo de mi competencia, y sería una osadía mía ponerme a improvisar. Me voy a ceñir por eso, exclusivamente, al tema “el valor de la vida” que está en el trasfondo de la Bio-ética y que, sí, entra de lleno en mi competencia. Por otra parte me ilusiona hacerlo.
Sin más, abordo el tema.

* * * * * *

La vida en sus múltiples modalidades nos es tan connatural que apenas despierte nuestra atención. Y cuando la despierta, suele bastante superficialmente. Es más, la vida humana, por ejemplo, siendo de tanto valor, parece que sólo la estimamos en su justo valor, cuando estamos en trance o a punto de perderla.
Sin embargo,¡ qué espectacular y variado es el mundo de la vida, que late en nosotros y que nos rodea por todas partes. En los cielos, en la tierra y en el mar. En el cóndor, en el alazán y en el delfín. En la mariposa, en la hormiga y en el mosquito. En la secuoya, en la palmera real y en el rosal. En el filósofo, en el analfabeto y en el campeón olímpico.
A todos los curiosos e investigadores de la vida les ha inquietado siempre su origen, confundiendo frecuentemente la vida misma con las condiciones y exigencias materiales de esa vida en sus diversas formas y modalidades.
La vida en si –la vegetativa, la animal y la humana- sigue siendo hoy un estremecedor misterio. Lo único que hemos logrado, a base de mucha ciencia y de mucho dinero invertido en la investigación es conformar los compuestos orgánicos que configuran el estadio previo a la vida, pero todavía no hemos podido los seres humanos producir una sola célula viva en el laboratorio. Clonarla, que significa injertarla) sì, pero producirla, no.
Los esfuerzos científicos por dar con el modo y el tiempo de la aparición de la vida en nuestro planeta arrancan propiamente del año 1859 cuando Darwin propuso su teoría de la evolución. El mismo Darwin planteó ya que esos inicios se dieron en circunstancias muy distintas a las nuestras, a partir de ciertos procesos muy complejos de compuestos químicos.
El químico ruso Alejandro Operin (1924) y el inglés ohn Haldane (1929) fueron los pioneros en investigar cómo pudieron haber sido esos procesos.
Por ahora la hipótesis vigente, fundada en los estudios y experimentos de Urey y de Millar de la Universidad de Chicago es la que voy a ofrecer. Hace unos tres mil ochocientos millones de años, la Tierra, aún sin vida, estaría conformada por continentes distintos de lo de ahora; por dilatados océanos y por una atmósfera carente de oxígeno y compuesta de nitrógeno, anhidro carbónico, monóxido de carbono, metano, amoníaco y otros gases.
Una temperatura algo más alta que la actual y la radiación solar, especialmente ultravioleta, habrían sido haciendo posible en zonas de mares superficiales y en lagos síntesis de moléculas orgánicas como aminoácidos, azúcares y bases orgánicas. En este complejo caldo de substancias se habrían ido formando cadenas primitivas de proteínas que se habrían concentrado en pequeños glóbulos.
A partir de este material, todavía inerte, por un proceso totalmente desconocido aún, habrían nacido las primeras células vivas más primigenias, formadas por bacterias monocelulares llamadas “Procarietas”, es decir carentes de núcleo. Posteriormente se habrían desarrollado las cianobacterias, células capaces de realizar la función de fotosíntesis, pudiendo de este modo romper las moléculas de agua, sintetizar los azúcares necesarios para su nutrición y liberar oxígeno.
Por la acción de estas bacterias, similar a la actual de las plantas, habría crecido, en la atmósfera, poco a poco el nivel de oxígeno, y esto habría acontecido en un largo período que iría de los mil quinientos millones de años a los dos mil millones. Una atmósfera así, con oxígeno, es un requisito para el desenvolvimiento de la vida.
El siguiente paso habría sido la formación de las células “eucariotas”, células con núcleo. De ellas están formados todos los seres vivos actuales incluidos los humanos.
A partir de este punto, se habría dado una lenta evolución que iría desde la aparición de las primeras plantas pluricelulares y primeros animales hace unos setecientos millones de años desde la aparición posterior de plantas terrestres y vertebrados hace quinientos millones de años. Y desde la aparición de múltiples reptiles hace unos trescientos millones de años; y desde la aparición de los mamíferos hace ciento cincuenta millones de años, hasta finalmente la aparición del ser humano hace unos dos millones de años.
Ante este panorama, empecemos diciendo que estamos solamente ante una hipótesis científica, bien fundamentada, y nada más. Y una hipótesis, como su nombre lo indica, no es otra cosa que una conjetura o una suposición. Hipótesis, viene semánticamente del verbo griego “hipoticemi”, colocar algo debajo, suponer. Resaltemos en segundo lugar que no estamos hablando de la vida en sí sino de los elementos químicos inorgánicos y orgánicos que se requieren previamente para que se dé la vida vegetativa, animal y humana, para que lo meramente químico se transforme en bioquímico.
Todo esto supuesto, surge ahora una pregunta obligada: ¿lo dicho está reñido o no con lo que la Biblia nos dice en el Génesis?
Una cosa es conocer la realidad de la República Dominicana recurriendo a una buena geografía y un informe riguroso de economía y sociología nacional y otra muy distinta hacerlo acudiendo a nuestro poeta nacional Pedro Mir en su célebre elegía a la Patria “Hay un país en el mundo”. Lo que esa geografía científica y ese informe riguroso nos dicen con extremada exactitud a base de datos precisos precisos y enjutos, Pedro Mir nos lo dice de modo muy distinto poética y aladamente: “Hay en país en el mundo,/colocado/ en el mismo trayecto del sol,/ oriundo de la noche,/ colocado en un inverosímil archipiélago/ de azúcar y de alcohol,/ sencillamente liviano,/como un ala de murciélago,/ apoyado en la brisa./ sencillamente claro,/ con el rastro del beso en las solteras antiguas/ o el día de los tejados/ sencillamente frutal, fluvial y material. Y sin embargo/ sencillamente tórrido y pateado/ como una adolescente en las caderas./ sencillamente triste y oprimido/ sencillamente agreste y despoblado/ etc
No es ni pretende ser la Biblia, cuando trata temas cosmogónicos, antropológicos, astronómicos e históricos, tratados de esas ciencias. Ni pretende consecuentemente incursionar en esos mundos para solucionar problemas reales, existentes en ellos. La Biblia lo que pretende es hacer teología de esos mundos, revelar la acción de Dios, su presencia e influjo en ellos, su intención y plan acerca de ellos.
El libro del Génesis nos presenta a Dios creando cada una de las diversas especies vivas y recurre para ello al género mítico. Sería un error interpretarlo literalmente como sería un error interpretar literalmente la poesía de Pedro Mir. Hay que interpretar el pasaje del Génesis por su género literario “mítico”. Y mítico viene de “mizos” en griego que significa “fabula”, “algo vinculado a la fantasía”.
Según esto, lo que el Génesis quiere formular a través de ciertas conceptualizaciones y formulaciones “míticas” es la autoría y Señorío de Dios acerca de toda la creación, cualesquiera que sean los procesos por los que ésta ha pasado.
Y al fin de cuentas no es menor, respecto a la inteligencia y poder de Dios, la admiración que produciría , en los inicios de todo, la creación directa de todos los seres vivos que la que debe producir en nosotros las virtualidades infundidas por Dios en los primigenios elementos capaces de producir, a través de fascinantes procesos, las realidades que han ido surgiendo hasta a la situación actual o que puedan todavía surgir.
La ciencia entonces lejos de disminuir nuestra admiración ante el misterio de la vida lo que hará siempre es aumentarla.


En el tema de la vida humana hay un problema fundamental y es el de cuándo se produce estrictamente en el seno de la madre el comienzo de una nueva vida.
No es a la intuición ni al interés positivo o negativo ni al libre ejercicio mental al que le compete dar cumplida respuesta sino a la ciencia. La ciencia nos ofrece un dato fundamental que nadie hoy puede orillar: la fusión de los gametos humanos produce una realidad viva. Esta realidad viva es biológicamente distinta del útero materno. Su composición cromosomática está constituida por la suma y la combinación de los cromosomas maternos y paternos.
Tal realidad biológica es algo nuevo. No se trata de una mera yuxtaposición o aglomeración de elementos anteriores sino de un nuevo patrimonio genético. Este patrimonio genético es ya específicamente humano. En él están ya funcionalmente presentes los veintitrés pares cronosomáticos de la especie humana.
Esa realidad es también biológicamente individual, ya que el patrimonio concreto genético (el ADN propio) surge en el momento de la fusión de los cromosomas y de las distintas modalidades de la combinación de los genes. Las genes se sitúan en gran número (alrededor de unos 100.000) a lo largo de los cromosomas formando una especie de collar de perlas.
Científicamente todo esto quiere decir que desde la fecundación están presentes las características humanas propias de un nuevo ser humano. La formación y plenitud las logrará a través de un proceso propio.
Cuatro objecciones, sin embargo, al planteamiento científico, que hemos hecho, han sido formuladas por algunos desde la Antropología y desde la Biología, que nos interesa analizar.
La primera objeción desde la Antropología es que la humanización se caracteriza por las relaciones interpersonales y éstas comienzan con el nacimiento.
La respuesta es muy sencilla. La relación interpersonal manifiesta pero no constituye la existencia humana. Pero es evidente, por otro lado, que una cosa es el inicio del ser humano y otra muy distinta el progresivo proceso de humanización. Hay más. Los modernos métodos de observación del feto nos obligan hoy a afirmar la sensibilidad fisiológica y psicológica prenatal del individuo.
Las otras tres objeciones proceden de la Biología.
El inicio del individuo –afirman algunos hay que hacerlo coincidir con la formación del sistema nervioso. El desarrollo del sistema nervioso se produce entre los días 15 y 18 a partir de la fecundación y es él entonces el que comienza a coordinar toda la vida del individuo.
La respuesta –y por cierto desde la misma Biología- es obvia. Esta función la realiza previamente el conjunto de capacidades del embrión. La vitalidad no comienza con el sistema nervioso sino, por lo contrario, este es el resultado de un proceso dinámico que arranca en el mismo momento de la fecundación.
Otros proclaman que la implantación en el útero es el momento fundamental para su desarrollo.
La respuesta es también clara. No es la implantación la que le da la vida al embrión. La implantación es solamente condición para su supervivencia y desarrollo ulterior. Y según esto no tiene justificación proponer la fase de la implantación como comienzo convencional.
La tercera dificultad desde la Biología es, según algunos, la de la imposibilidad de concederle la individualidad el óvulo fecundado. La razón es que en las primeras divisiones en dos o cuatro células es posible la formación de otros tantos embriones biológicos idénticos a cuantas sean las partes en que se separan, como es el caso de los gemelos mono-ovulares.
La respuesta científica es que, no obstante esa posibilidad, en el óvulo fecundado están ya presentes en germen las características individuales y que, por lo tanto, existe ya un individuo puesto que la división, totalmente excepcional, de una parte no compromete la evolución integral del embrión según el programa establecido.
Dada la integridad intrínseca de la vida y su inviolabilidad, la posición firme e inrreductible de la Iglesia a favor de la vida incipiente se basa e identifica plenamente con los planteamientos de la ciencia que acabamos de exponer.
Ya en 1971 la Comisión episcopal francesa para la familia proclamaba:”Desde la fecundación del óvulo se constituye un individuo en una unidad plenamente estructurada. La ciencia no admite barreras cualitativas que establezcan el paso del embrión de una fase no humana a otra humana”. Y la Iglesia Evangélica se expresaba ese mismo año así: “El mandamiento divino del amor vale también para la vida comenzada y confiada al cuidado de los seres humanos. En base a los recientes datos de la ciencia, el comienzo de la vida se instaura con la fecundación, con la fusión de las células germinales. El comienzo del embarazo se identifica hoy científicamente con el momento en que se implanta en el útero el germen vivo. Toda acción que destruya esa ya comenzada es matar una vida que se está haciendo”.
Sin titubeos tenemos que decir que la ciencia biológica afirma hoy que ya en la fecundación de los gametos humanos se está ante una vida en proceso y que la insistencia de la Iglesia en defender la vida desde su fecundación coincide con la genética moderna.
¿Es, sin embargo, esa vida humana una persona?,¿Cuándo lo es?. Desde el punto de vista biológico la respuesta es que con la fecundación se inicia realmente una individualidad biológica, aunque sea susceptible de escisión y de multiplicación y esté sometida a un proceso.
La ciencia biológica no dice ni puede decir más, pero tampoco menos. Y ante la presencia ya de una vida humana individualizada, es algo muy secundario en qué momento se este de su inherente proceso.
Muy de acuerdo con tal planteamiento, la Iglesia (la Congregación de la doctrina de la Fe) advierte que “desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre sino un nuevo ser humano que se desarrolla por su propia cuenta”. Y concluye que es un deber moral respetarla.
Con cierto patetism, comprensible por la presencia dramática de tanto irrespeto a la vida incipiente, la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II sobre la vida (“Evangelium Vitae”) nos amonesta: “Hay quienes quieren justificar el aborto, sosteniendo que el fruto de la concepción al menos hasta un cierto número de dias no puede ser considerada vida humana personal”. No es esto ciertamente lo que afirma hoy la genética moderna. Lo que pregona es que desde que el óvulo es fecundado, un nuevo ser humano empieza a desarrollarse.
Cuando aún la ciencia no había avanzado tanto y no se sabía el momento preciso de la autonomía embrionaria, la Iglesia ante la duda de que esa autonomía no fuese real desde el primer momento de la concepción, exigía el respeto total a la vida desde la concepción de un ser humano por la ley de la probabilidad. Ante la duda que lo que se esconde y mueve detrás de un matorral sea un animal o un ser humano, el cazador no puede disparar a lo que se mueve ante la posibilidad de que lo que se mueve sea un ser humano y cometa un homicidio. Agresión gravísima a una victima inocente. En el caso del feto sería contra una víctima no sólo inocente sino totalmente indefensa que ha hecho presencia por voluntad ajena, lo cual agrava seriamente la agresión.
Se entiende así que el Magisterio de la Iglesia, ante cualquier hipótesis defendiese siempre que el ser humano debía ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción.
A parte de la razón, a la Iglesia le ha movido muy determinantemente el hecho de que la Revelación haya hablado de tal manera del ser humano en el seno de la madre que exija se extienda a él el mandato de “no matarás”. Por eso ha sido la tradición de la Iglesia. Su Magisterio lo ha repetido una y otra vez, ayer y hoy, contra todo interés inconfesable, convicciones contrarias, sutiles falacias y veleidosas reivindicaciones.

Tristemente, la vida humana, don tan excelso, es hoy una realidad sometida a múltiples y gravísimas amenazas: amenazas generales a la vida y amenazas particulares a la vida inicial y a la vida terminal.
Las amenazas generales provienen: de la naturaleza cósmica en la que está inserta y de la que depende: terremotos, lluvias, huracanes, tifones, calentamiento del planeta; amenazas de su propia naturaleza humana: hambre o desnutrición endémica en poblaciones enteras del planeta, malos hábitos de alimentación y vida sedentaria, enfermedades y epidemias, la droga y el alcoholismo; amenazas de los seres humanos que nos rodean: odios, venganzas, conflictos, guerras, terrorismo, genocidios y asesinatos; amenazas de la cultura vigente, una cultura que ha sido llamada “cultura de la muerte”, hoy se mata tranquila e impunemente para robar, para silenciar, para castigar, para ajustar cuentas; amenazas de una sociedad, hija y víctima de esa cultura de la muerte y de una sociedad muy agresiva y violenta.
Junto a estas amenazas generales están las particulares contra la vida inicial en el seno materno y contra la vida terminal.
En la raíz de las amenazas contra la vida incipiente hay que señalar los siguientes fenómenos vigentes: una instintividad sexual sin referencia a la vida a la que está esencialmente vinculada; baja estima de la vida, egoismo que juzga a los hijos como obstáculo del bienestar de los padres, de la familia y de la sociedad; la cultura anticonceptiva; el rechazo de la concepción sorpresiva o no querida; el recurso fácil al aborto; la difusión de falsas ideas sobre la vida; y legislaciones permisivas
En el trasfondo de las amenazas a la vida terminal está una visión negativa y pesimista de la vejez; la reivindicación y difusión mediática de la eutanasia activa y la defensa de la eutanasia pasiva.


En el tema del valor de la vida lo más fascinante es que la vida humana no se restringe exclusivamente a su temporalidad sino que en virtud de la infusión de vida divina en ella, fruto de la muerte y resurrección de Cristo, atesora la capacidad de transformarse en vida eterna y gloriosa, adsorbida en la infinitud de Dios.
Esta realidad tan reconfortante es la que le explaó Jesucristo a Nicodemus. “Si alguno no renace a través del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios”
La vida eterna y gloriosa es tan esencial a nuestra fe que Pablo a los corintios, que si ella no existía , nuestra fe era vana y nosotros los cristianos éramos los más desgraciados del mundo.
Me siento obligado a decir algo sobre este inefable misterio.
Es entusiasmante que el Cristianismo se arrogue la impensable pretensión de ofrecer al ser humano participar en la vida divina y que esto sea lo más medular suyo.
Tal participación, sin embargo, es sólo incoada en la tierra. Su plenitud se mostrará radiante en el más. Como la mariposa respecto a la crisálida. Se reivindica así y remacha el origen divino del cristianismo y su diferencia de las demás religiones naturales centradas exclusivamente en la adoración, aplacamiento y obtención de favores de la benevolencia divina.
A la luz de esa participación humana en la vida divina, la creación adquiera una grandiosidad insospechada, pues su finalidad no se encierra en si misma sino que se abre a horizontes infinitos, al contar con seres –síntesis y culmen de todo lo creado- capaces de participar en la vida divina, entrando así en una comunión real con Dios, perfección suma y definitiva.
No es esto, sin embargo, una exigencia de nuestra naturaleza sino un don de Dios que nos fue revelado y dado en Cristo y por Cristo. Es el objetivo, gloria y gozo de su vida y obra.
Cuando no se insiste en esto ni se explana, el cristianismo poco a poco se convierte en mero moralismo y queda nuclearmente desvirtuado y desnaturalizado.
Es muy significativo que los primeros pensadores de la Iglesia vuelvan una y otra vez a este tema y lo conviertan en primordial objetivo de sus reflexiones y enseñanzas. Descuellan entre ellos Clemente de Alejandría, Atanasio de Alejandría, Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianzeno, Máximo el Confesor y Juan Damasceno.
Aduzco varios pasajes para que se vea su estilo y tono.
Clemente de Alejandría en su obra “Protríptico” escribe. “El Logos de Dios se hizo hombre para que aprendas de él cómo puede el hombre hacerse Dios”
San Atanasio de Alejandría, en su célebre obra “Contra arrianos” explana: “El Logos no forma parte de las cosas creadas sino que es, por lo contrario, su Creador. Así es cómo tomó un cuerpo creado y humano para renovándolo divinizarlo. El hombre no podía ser divinizado si el Hijo no fuese verdadero Dios. El hombre no habría sido divinizado de no haber sido el propio Logos de Dios, verdadero y salido por naturaleza del Padre, quien se hizo carne. La unión se hizo, pues, para que a la naturaleza divina fuese unida la naturaleza humana y la salvación del hombre y su divinización quedasen aseguradas, pues así como el Señor se hizo hombre, igualmente nosotros los hombres somos divinizados por el Logos, siendo asumidos a través de su carne”
Basilio de Cesarea en su “Tratado sobre el Espíritu Santo” se expresa así: “Del conocimiento de la acción del Espíritu Santo procede el conocimiento anticipado de las cosas por venir, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las cosas ocultas, la distribución de los dones de la gracia, la ciudadanía del cielo y finalmente la más alto de todo lo deseable: hacernos Dios”.
En su obra “Oratio” San Gregorio de Nacianzo nos amonesta: “Hagámonos Dios por El, ya que El por nuestra salvación se hizo hombre. ¿Cómo no va a ser Dios aquel por el que tú haces Dios?. Se hizo hombre a causa de ti para que tu por El te hagas Dios. El que ahora desprecias (Cristo) existió antaño y estaba por encima de ti, el que ahora es un hombre era entonces increado; lo que él era ha seguido siéndolo, pero lo que no era lo unió a si. Al comienzo El no tenía causa (¿cuál en efecto podría ser la causa Dios?) pero más tarde se hizo hombre para que yo me haga Dios, tanto como él se hizo hombre”.
Por su modo de argumentar, es evidente que tales pensadores de la Iglesia en modo alguno están hablando metafóricamente, al aplicar el concepto de vida divina al ser humano. Hablan de una verdadera participación humana en la vida divina, que al positivismo y racionalismo de su tiempo le resultaba ininteligible. También lo es para los positivistas y racionalistas de hoy, para los que se confiesan increyentes o agnósticos.
Un presupuesto falso de ellos es que el poder de Dios no es capaz de producir en el ser humano lo que las fuerzas naturales no pueden lograr. Lo inadmisible sería que las meras fuerzas naturales por sí mismas fuesen capaces de divinizar vitalmente al ser humano, pero de ninguna manera el que Dios le pueda ofrecer gratuitamente al ser humano la participación en su vida divina.
A los Santos Padres griegos les gustó presentar la participación en la vida divina recurriendo al símil del hierro incandescente. Está por un lado el fuego y por otro el hierro frío. Aplicando el fuego al hierro, este se torna incandescente si dejar de ser el hierro hierro y el fuego fuego.
Subyace también en la actitud positivista y racionalista una concepción cerrada de la creación. Para la fe cristiana la creación no está acabada, no ha llegado a su punto final. Está llamada a una perfección superior y esta no es otra que la culminación de la divinización incoada del ser humano aquí en la tierra gracias a Cristo. Esa culminación es horizonte y esperanza.
El cristiano mira siempre hacia el término o consumación de la creación que es lo único que en definitiva le interesa. El racionalista y positivista, sin embargo, mira el presente y el pasado y se desespera de que el pasado ya no exista y se angustia de que el presente se le esfuma entre los dedos y al mirar al futuro limitado en el tiempo, juzga ese límite como término de la vida y fin de todo y se aterra o lo acepta estoicamente.
El cristiano sabe y no cesa de pensar que la figura de este mundo pasa y por eso no se aferra al estado presente de las cosas y se llena de ilusión y esperanza avizorando un futuro gozoso y glorioso que nunca acabará.
Curiosamente la participación en la vida divina responde no a una exigencia de la naturaleza humana, pero, sí, a una capacidad para ella y a un anhelo profundo del ser humano. Este es capaz por naturaleza de recibir por gracia el don de la participación en la vida divina. Sin embargo, entre el primer don del ser y el segundo de su divinización posible existe una indiscutible correlación.
En virtud de la programación, inscrita en sus genes y en su neurofisismo (sistema nervioso central y encéfalo) y en su espíritu humano (llámesele como se le llame: nefes, elán vital, alma) el ser humano adquiere poco a poco su madurez animal y humana. Con la infusión del Espíritu Santo el ser humano recibe una dimensión vital, divina. Jesucristo para exponer este misteriosa realidad recurrió al simil de la vid: cepa y sarmientos. El era la cepa y nosotros los sarmientos. La savia es la vida divina que El hace llegar a nosotros. Todo esto revelado en Cristo y por Cristo nos permite afirmar que Dios creó al ser humano en orden a su divinización. Aparece así la grandeza y belleza del designio divino respecto a la creación.
Tenemos, por otro lado, que la perpetuación eterna y gloriosa del ser humano responde a uno de sus anhelos más profundos. Una de las expresiones más dramáticas es la insatisfacción continua con todo lo creado y finito. El desasosiego que resulta de no reconocer que esa realidad a la que aspira existe es señal clara de la existencia de ese deseo. Sentir ese deseo y no poder cumplirlo convierte la en náusea que escribió Jean Paul Sastre. Sentirlo y saber que puede cumplirlo llena la vida de luz y de esperanza, de ilusión y de gozo. Desde la seguridad de esa oferta y don divino, el Cristianismo proclama que Dios puso precisamente en el corazón humano ese anhelo porque en su proyecto sobre el ser humano estaba satisfacerlo plenamente.
Coherentemente con todo lo expuesto es aguda la definición del ser humano que en una de sus obras nos dejó San Gregorio Nacianceno: “El ser humano es un animal divinizable”.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Los discipulos de Emaus

Los discipulos de Emaus
Fco. Jose Arnaiz, S.J.

El relato lucano sobre los discípulos de Emaús tiene una lectura sencilla y directa muy iluminadora sobre la resurrección de Cristo pero también una lectura profunda, teológica, más complicada, que encierra la verdadera enseñanza que pretende realmente ofrecer el autor. Es la que vamos a hacer. Lucas lo que pretende ofrecer es una reflexión crítica sobre la fe cristiana.
El que no recuerde el relato en todos sus detalles, que lo vuelva a leer pausadamente. Está en el evangelio de San Lucas, en el capítulo 24. Es un pasaje delicioso, finamente escrito.
Todos los relatos del evangelio de San Lucas son didácticos. Lo dice expresamente en el prólogo. Quiere dar firmeza a las enseñanzas recibidas, es decir impartidas y aceptadas por los fieles de su comunidad cristiana.
A través de hechos vitales lo que él busca es enseñar, esclarecer y robustecer la Fe. Y providencialmente para nosotros, lo que él se propone es definir con precisión el fundamento radical y el sentido verdadero de nuestra fe. ¿Qué es y qué implica realmente la fe cristiana?.
La crítica histórico-literaria ha descubierto la complejidad del pasaje. Existe una narración previa que Lucas asume, retoca y completa con otras narraciones más antiguas. Marchaban de Jerusalén los dos personajes de nuestro relato decepcionados y tristes, porque el Maestro había muerto. “Hablaban y se hacían preguntas”.
El conocimiento de las escrituras, la convivencia con Jesús y el haber oído sus enseñanzas en nada les había servido para comprender la muerte en cruz del Maestro. Su fe en el Jesús de la vida pública se les evaporó en el Gólgota y se había tornado mero recuerdo histórico de un “profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24, 19). Desconocer o rechazar el misterio de la cruz es ignorar el misterio de la Redención universal de Cristo, que presupone el misterio de la iniquidad humana y el misterio de la bondad y misericordia infinita de Dios. No hay, pues, genuina fe cristiana sino pasa por la aceptación de la incomprensible cruz. Pero la fe en el crucificado no basta. La base de la fe cristiana es Jesús crucificado y resucitado; es Jesús vivo para siempre con un cuerpo trasfigurado, libre ya de los límites de la existencia histórica, esclarecimiento, argumento y preludio de lo que nos espera en virtud de su crucifixión y resurrección.
Y esto fue precisamente lo que Jesús resucitado, al aparecérsele en el camino, les fue explicando a los discípulos de Emaús “empezando por Moisés y los profetas” e “interpretándoles todo lo que sobre él se decía en las Escrituras” (versículo 27).
La aceptación y confesión de la resurrección, según San Lucas, es tan fundamental para la fe cristiana que, descartada ella, la figura de Cristo se desdiviniza y la fe se volatiza irremisiblemente.
No basta, sin embargo, creer en Cristo vivo y glorioso. Es necesario creer en una nueva presencia y actuación suya entre nosotros. Una presencia múltiple y real.
Lucas explica esto. De acuerdo a él, Jesús vivo y glorioso está presente, en primer lugar, donde se piensa o se discute sobre el significado de su vida, muerte y resurrección. Y esto aunque la discusión esté dominada por la duda, la incredulidad o la decepción.
“Aquel mismo día ñescribe Lucas- dos de los discípulos se dirigían a una aldea distante de Jerusalén unos once kilómetros. Iban conversando de todos esos sucesos, y, mientras hablaban y se hacían preguntas, Jesús mismo se acercó y se puso a caminar con ellos, pero sus ojos estaban impedidos para reconocerle” (vv 13-15). El planteamiento es diáfano como lo es también que se hace presente para dialogar y esclarecer.
“Él les dijo; ¿Qué conversación es la que llevan por el camino? Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, llamado Cleofás, respondió: ¿eres tú el único en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado estos días allí?. “¿Qué? Les dijo. Y ellos le contestaron: lo de Jesús, el de Nazaret, hombre que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes lo entregaron para ser condenado a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él quien libraría a Israel, pero después de todas estas cosas, éste es el tercer día desde que ellas sucedieron”
Es manifiesta en el relato lucano la yuxtaposición de dos narraciones o tradiciones distintas. La primera respecto a la tumba vacía. Lucas con ello nos quiere decir que el cristiano no debe buscar a Cristo entre los muertos, en el cementerio de los ayer vivos que es la historia, sino entre los vivos y presentes de nuevo, aunque en forma distinta, que es donde se encuentra definitivamente.
Cristo se hace presente también de modo singular en su palabra divina, en la interpretación del Antiguo Testamento, preparación del Nuevo, y en éste, “palabra de Dios hecha carne”. Se expresa así el texto lucano: “Entonces él les dijo: ¡oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No es verdad que era necesario que Cristo padeciese estas cosas y así entrara en su gloria? Y empezando por Moisés y por todos los profetas les explicó lo que sobre él hay en todas las Escrituras” (vv 25-27). Jesús resucitado y vivo está presente en el acontecer del lenguaje inspirado, cuestionando y enseñando a través de su comunicación vital.
¡ Qué pena que la tradición no nos haya conservado la lección sagrada de exégesis bÍblica ofrecida a la pareja de Emaús!. A los doce años, cuando se quedó en el Templo con los Doctores de la ley, Lucas advierte que “todos los que le oían estaban sorprendidos de su inteligencia y de sus respuestas” (Lc 2, 47).
Los mismos discípulos de Emaús dirían un poco más tarde, al desaparecer de su vista el resucitado y vivo: ¿No es verdad que dentro de nosotros ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino, cuando nos explicaba las Escrituras? (v. 21). Jesús resucitado y vivo se ha presente también, según San Lucas, de modo muy singular en el “compartir el pan”, es decir en toda forma de confraternidad humana. Sentarse varios a la mesa invitando a un extraño era en el mundo antiguo una forma paradigmática y simbólica de definir la fraternidad humana. Es importante el dato del extranjero, del desconocido invitado, queriendo subrayar de este modo, que la fraternidad humana, en sentido amplio y real, rebasa los vínculos obvios de sangre, amistad y vecindad.
A la luz de este simbolismo resultan muy significativas las comidas del Jesús terreno con publicano y con pecadores (Cfr Mt 9, 11; 11, 19; Lc 5, 2; 19, 1ss).
En tiempos de tanta insolidaridad y de exclusión social de tantos seres humanos del banquete pleno de la vida nos debe hacer pensar mucho que Lucas, al llegar a este momento, nos diga que Cristo resucitado y vivo no sólo se hizo presente y activo sino que se hizo recognoscible y reconocido en el compartir los bienes propios con los demás, con el prójimo.
Lucas escribe: “Y se acercaron a la aldea donde se dirigían. Él hizo como que iba muy lejos. Ellos entonces le forzaron diciendo: quédate con nosotros, porque es tarde y el día ha declinado ya. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo y se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y lo reconocieron, pero él se desapareció de su vista” (vv 28-31). Como en todas las comunidades cristianas primitivas, el principal encuentro de la, que presidía Lucas en nombre del Señor, era el de la “Fracción del pan”, el de la Eucaristía, de acuerdo al mandato del Maestro la noche de su institución: “hagan esto en conmemoración mía”. Es otra manera, muy especial, que nos subraya Lucas, de hacerse el Cristo resucitado y glorioso presente y activo entre nosotros. Lucas para expresarlo en su relato pone a Jesucristo presidiendo la mesa y emplea las palabras de la oración eucarística:”tomó pan en sus manos, lo bendijo y se lo dio”. Sacrosantas palabras que se repiten hasta el día de hoy en el momento de la consagración de la misa.
Está cargado de sentido real que al llegar a esta parte diga Lucas que precisamente fue cuando “se les abrieron los ojos y lo reconocieron.(v 31) Será la gran experiencia que contarán gozosos a los apóstoles en Jerusalén. “Se levantaron entonces volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a sus compañeros que decían: el Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaban lo del camino y cómo lo reconocieron en la fracción del pan”.
Es un modo eminente, el de la Eucaristía, de hacerse presente de nuevo el Cristo vivo y glorioso entre nosotros y de encontrarnos nosotros con él.
Este artículo apareció originalmente en la edición del 21 de abril del 2007 del Listin Diario. Fue escrito por Francisco José Arnaiz S.J.

Padre Antonio Altamira


PENSAMIENTO Y VIDA
Antonio Altamira Botí S.J. Por: Fco José Arnaiz S.J.

En memoria de nuestro querido Vicerrector de Bienestar Estudiantil, Reverendo Padre Antonio Altamira S.J.
Ángela Peña, con su fina sensibilidad femenina, acaba de escribir en el Periódico Hoy dos encantadores artículos sobre Manresa-Loyola, Haina, donde terminan sus días un grupo de esforzados jesuitas, que fueron dejando girones de su vida entre nosotros y hoy mansamente esperan el abrazo definitivo con Dios al que generosamente entregaron un día sus vidas al servicio total de los demás.
Allí cerquita del remansado Caribe, sobre los arrecifes, está el recogido cementerio de los jesuitas. Una blanca pared llena de nichos, cada uno con el nombre y apellido sucintos del difunto y dos fechas, la de su nacimiento y la de su muerte; y sobre la tierra una serie de tumbas bien alineadas con su cruz y su inscripción.
Hace unos seis años me visitó desde Miami un cubano que quería hacer negocios aquí. Era antiguo alumno de nuestro célebre Colegio de Belén en la Habana. Recordaba con cariño e inmenso agradecimiento a todos y cada uno de los que habían sido sus profesores. Los recordaba con su nombre y apellido. Se me ocurrió entonces llevarle a Manresa, a ese cementerio.
Jamás lo olvidaré en vida. Aquel hombre se detuvo en el estrecho pasillo central, leyó pausadamente tanto nombre conocido, le rodaron unas lágrimas gruesas por sus mejillas y con voz quebrada me dijo: esto no es un cementerio; es un Panteón de próceres. Y juntos rezamos por ellos un Padre Nuestro salido del hondón del alma.
Ya en el carro se explanó en ponderarme la categoría de hombres competentes y muy de Dios como el P. Ramón Calvo, Daniel Baldor, Barbeito, Mendía, Larrucea, Angel Arias, Pedro de Prada, Cipriano Cavero, Salgueiro, Uribe etc a los que tanto él debía.
Desde el martes 22 de este febrero del 2007 el Panteón jesuítico de Manresa cuenta con un prócer más, el P. Manuel Antonio Altamira Botí, con esta escueta inscripción (1923-2007). 1923 fecha de su nacimiento. 1907 fecha de su defunción. Los títulos y galardones los jesuitas los reciben en el cielo.
A ese Panteón el P. Altamira, después de una sentida misa de despedida en la Capilla de Manresa, fue llevado con un cortejo multitudinario de jóvenes del Colegio Loyola, de la Universidad O&M y de muchachos y muchachas del MOVIC (Movimiento de Vida Cristiana) creado y sostenido por él. Ninguno de ellos y ellas ocultó su dolor y su agradecimiento a sus desvelos apostólicos. Antes de cerrar el ataúd un jóven sigilosamente se acercó y depositó en una esquina una pequeña cartulina. Creyó que nadie lo veía. Lo vió alguién que es quien me lo ha contado. Era una estampita de la Virgen. Todo un símbolo.
Altamira pertenece a mi generación jesuítica. Yo entré a formar parte de la Compañía de Jesús en mayo de 1941, en plena II Guerra Mundial, y él lo haría en septiembre de 1942.
El 41 había sido establecido en la ciudad de Cienfuegos, en el Colegio de Monserrat, el noviciado para los jóvenes cubanos y dominicanos que quisiesen ser jesuitas. Lo inauguraron un grupo de novicios españoles, idos allá desde el Noviciado de Salamanca, que era la Provincia Madre jesuítica a la que pertenecía entonces Cuba y la Misión fronteriza de la República Dominicana, y un grupo de cubanos. Ellos fueron la generación fundadora del Noviciado en Cienfuegos. En los primeros días de mayo del 42 llegábamos allá, retrasados por los avatares de la guerra, en plena confrontación submarina bélica, después de un viaje rocambolesco de 32 días, la expedición de los ingresados en España el 41. Eramos cuatro en total. Vivimos solamente dos.
De mis dulces recuerdos de esos inolvidables años forma parte el P. Altamira. Una mañanita de finales de agosto, después de haber viajado toda la noche en tren desde la Habana hasta Cienfuegos, acompañados del Superior Viceprovincial P, Vicente Garrido (que también descansa en el Panteón de Manresa), aparecían, al final de nuestra misa de comunidad, tres singulares personajes que venían llenos de ilusión a iniciar su vida jesuítica. Esos tres jóvenes eran Francisco Guzmán, Antonio Altamira y Alberto Villaverde. Los tres, pasados unos años, trabajarían denodadamente entre nosotros. El primero con nuestros campesinos desde CEFASA (Centro de formación y acción social agraria) con sede en Gurabo, recorriendo además todo el territorio con sus tiendas de campaña y con sus cursos ambulantes. El segundo con nuestra juventud bachillera y universitaria. Y el tercero con la comunicación, publicidad y artes plásticas y en la UASD. Los dos primeros procedían de nuestro Colegio de Belén y el tercero de la Federación Católica de la Habana.
Tenía Altamira en ese momento 19 años. Lucía aquella mañana un traje blanco almidonado impecable, muy habanero. Hijo de un diplomático ya fallecido, su entorno íntimo familiar era su madre a la que adoraba y una hermana a la que quería y protegía. Era atildado en su porte y en sus formas. Daba una primera impresión de tímido, contenido e introspectivo, pero, en cuanto rompía ese primer momento, era ya chispeante, ocurrente y bullanguero. Con el fin de iniciar tempranamente a los colegiales en el difícil arte de la oratoria y del trasmitir el pensamiento con gracia y fuerza poseía el Colegio de Belén la Academia Literaria de la Avellaneda.
Habiendo pertenecido a ella y habiendo sido su presidente, Altamira llegó al Noviciado con fama de buena pluma y buen catador de lo literario. De él el Director entonces de esa Academia, el R.P. José Rubinos, fino escritor del Diario de la Marina y laureado poeta, había dicho que su tersa prosa evocaba la de Santa Teresa. Durante sus años en el Colegio, Belén vivió su época áurea. El tuvo de profesores una pléyade de jesuitas, eminente cada uno en su ciencia, que publicaron en la Habana notables libros. Maturino de Castro, Antonio y Román Galán, Faustino García, Pelegrín Franganillo, José Rubino, Beloqui y Hurtado etc y surgió en él espontánea y reflexivamente una gran admiración por la Compañía de Jesús. Miembro de la Congregación Mariana desarrolló un creciente amor a la Virgen María que jamás la abandonó hasta la muerte, un amor contagioso.
Desde el primer momento, su ilusión y empeño fue llegar a ser un buen jesuita como ellos; y muy coherentemente se dejó troquelar fielmente por la exigente formación de la Compañía sin resistencias ni regateos. Lo vimos así, muy coherentemente, entregado totalmente a su formación en Letras durante tres años en La Habana; a continuación otros tres años dedicado a su formación filosófica en la Universidad Pontificia de Comillas (España); seguidamente en Cuba durantes tres años dedicado a una experiencia docente en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús en Sagua La Grande (Cuba); y por fin durante cuatro años recibiendo la formación teológica en la Facultad Teológica de los Jesuitas en San Cugat del Vallés, Barcelona, España.
Culminada su formación espiritual y científica, fue destinado en 1958 a la Habana, a su querido Colegio de Belén como Padre Espiritual de la Segunda División y Profesor de Literatura. Comenzó simultáneamente a sacar su Doctorado en filosofía y letras en la Universidad Católica Santo Tomás de Villanueva de la Habana.
La revolución cubana dio un fuerte giró a su vida. En setiembre del 61 el gobierno revolucionario suprimía de un tajo la enseñanza privada y expropiaba todos los edificios privados dedicados a la enseñanza. Entre ellos Belén donde se había educado Fidel. Su numerosa Comunidad jesuítica, con poco más que lo puesto, tuvo que ser dispersada entre diversas casas de jesuitas en la Habana. Al P. Altamira le tocó ir a Villa San José en la calle G esquina Av. 19. A los pocos días un grupo de milicianos, al amanecer, irrumpió en ella buscando a un grupo de jesuitas para deportarlos. Yo estaba allí y sería uno de los deportados. Eramos unos quince los que residíamos en esa casa.
Fuimos confinados a eso de las 6.00 a.m. en una sala y vigilados desde el corredor por un miliciano metralladora en ristre. Sonó el teléfono y Altamira arrancó a atenderlo. El miliciano le disparó a quemarropa y le hirió en un muslo. Fue llevado a un hospital militar y ya curado fue deportado a Colombia. Allí fue destinado al Colegio San José de los jesuitas en Barranquilla donde trabajaría con notable entrega y éxito durante 18 años, es decir hasta 1979.Es el momento en que es destinado a nosotros, al Colegio Loyola. Le costó el nuevo destino pero como buen hijo de San Ignacio vino y se entregó con ahinco y generosidad a la formación espiritual de nuestros alumnos, extendiendo su influjo a alumnos y alumnas de otros Colegios a través del MOVIC (movimiento de vida cristiana) creado por él, y más tarde como Vicerrector y decano de bienestar estudiantil en la Universidad O&M.
En el Colegio Loyola, recordando su experiencia betlemita, establecería la Academia Literaria Max Henríquez Ureña Todos recordaremos por mucho tiempo aquellos concursos oratorios públicos en que jóvenes del Loyola nos deleitaron con piezas inmortales de los mejores oradores de la literatura universal y de nuestra historia patria.
Tenía sus salidas inesperadas y sus reacciones incomprensibles. Sagaces, los jóvenes, se las perdonaban ante la evidencia de su entrega, amor hacia ellos, espíritu de sacrificio, tenacidad y preocupación por sus dificultades y problemas.
Últimamente le obsesionaba la muerte y le estremecía. Dios le premió con una muerte plácida y ya perdido en la infinitud de Dios habrá comprendido lo que Teresa de Jesús, su gran admirada, escribió que “aquella vida de arriba,/ que es la vida verdadera,/hasta que esta vida muera,/no se goza estando viva/. Feliz él.
http://www.listin.com.do/app/article.aspx?id=4184