viernes, 24 de abril de 2009

UN MERO PUNADO DE HISTORIAS

PENSAMIENTO Y VIDA



¿UN MERO PUÑADO DE HISTORIAS?





Fco José Arnaiz S.J.


Dostoievki en “Los hermanos Karamazov” escribe: “El staretz Zósima dijo: de niño tenía en la casa una Historia Sagrada espléndidamente ilustrada. En este libro aprendí a leer. La Sagrada Biblia ¡qué libro! ¡ qué fuerza para el hombre!. Es algo así como la imagen del mundo, del hombre, de los tipos humanos de todos los tiempos. ¡Y cuántos problemas reciben en este libro claridad y solución!. Una palabra de la Biblia, si cae y arraiga en un corazón sencillo, lo mismo que una pequeña semilla, no muere sino que durante toda la vida permanece en él, en medio de las tinieblas de su mente y de la fealdad de sus pecados, como un punto luminoso, un recuerdo indestructible”
Uno de los frutos más visibles del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia ha sido el entusiasmo por tener y leer la Biblia.
No es cuestión de edad. A todos nos encantan las historietas, las historias, la Historia. La Biblia está llena de historias. Tan llena que alguno pudiera llegar a juzgar que la Biblia no es otra cosa que una colección impresionante de ellas. Las hay delicadas y tiernas, sugestivas y apasionantes, reales y míticas. Nadie que las haya leido un par de veces, las ha podido olvidar.
Del Antiguo Testamento todos recordamos el sacrificio de Abrahán; José vendido por sus hermanos y llegando a ser el hombre fuerte del Faraón en Egipto; el nacimiento y vocación de Moisés; el paso del Mar Rojo y llegada a la Tierra prometida; el combate de David y Goliat; las aventuras de Sansón y de Jonás; las hazañas de Judit y de Ester para liberar a sus compatriotas de invasores y opresores; y las historias de Tobías, Ruth y Job.
Del Nuevo Testamento todos mantenemos vivos en nuestra memoria la visita de Maria a su prima Isabel, el nacimiento de Juan el bautista, el nacimiento de Jesús en Belén, el viaje de los Magos, Jesús perdido y hallado en el Templo entre los doctores, el primer encuentro de Cristo con los apóstoles, el sermón de la montaña, la curación de los leprosos, del ciego de nacimiento, de la hemorroísa, del hijo del Centurión, del hijo de la viuda de Naín, la multiplicación de los panes y los peces, la resurrección del amigo Lázaro, el lavatorio de los pies, el relato dramático de la Pasión y las apariciones del Resucitado.
No obstante esta realidad, la Biblia no es una mera recolección de historias sino la historia de las relaciones de amor de Dios con la humanidad en la que hay que integrar las historias particulares que aparecen a lo largo de las páginas bíblicas.
La Biblia narra acontecimientos y presenta personajes para a través de ellos manifestar qué es el ser humano en la mente y plan divino y qué es lo que Dios quiere hacer de él y con él y expresa así sus relaciones de amor con él. La Biblia resulta de este modo ser una Antropología Teológica profunda que es pena escape a la perspicacia de tantos antropólogos modernos. Es también una Filosofía o Teología de la Historia.
El hondo planteamiento subyacente de toda la Biblia es la falsedad de reducir la macrohistoria de la humanidad y la microhistoria de los acontecimientos y personajes históricos a los acontecimientos y personajes visibles de la Historia y prescindir de la actuación y protagonismo de Dios en ella, un protagonismo fascinante por respetador de la libertad y autodeterminación de los seres humanos y por el sostenido interés, benevolencia y amor hacia ellos.
La Biblia, dicho de otra manera, no es otra cosa que la revelación de Dios, la manifestación paulatina de sus múltiples relaciones con el ser humano y la presentación de su designio total sobre la humanidad. Todo esto está en ella acomodándose al devenir de la historia. La revelación abarca un largo período de unos dos mil años, alcanzando progresivamente a grupos humanos cada vez más amplios y complejos, más evolucionados y cultos. En eso largo período de tiempo, Dios comienza a revelarse primero a Abrahán, jefe de un grupo nómada que vivía en el país llamado hoy Irak, después al pueblo judío y, por último, a toda la Humanidad en la persona de Jesucristo.
Es curioso que en este tiempo, en el que se redactan las partes más importantes de la Biblia, pensadores paganos de gran elevación intelectual y moral, como Sócrates y Platón, lleguen a conocer a Dios como Arquetipo último de las realidades terrenas y escriban sobre él en este sentido. Para ellos, sin embargo, este principio supremo es alguién lejanísimo e inmóvil. Ni por asomo intuyen que ese Dios pueda querer intensamente a los seres humanos; que ese Dios haya ido fundiendo su historia con la historia de la humanidad.
Nosotros conocemos esto gracias a Dios mismo en la Biblia. La pregunta, sin embargo, es ¿cómo Dios revela sus pensamientos y sentimientos en primer lugar cómo lo hace en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento es más claro y evidente.
Dios se revela de modo especial en la historia de Israel, pueblo elegido por Dios, a algunos hombres y mujeres para que ellos a su vez trasmitan a los demás lo revelado. Estas revelan se conservan durante un tiempo de memoria y, pasado ese tiempo, se consignan por escrito para que sirvan en el futuro a toda la humanidad.
Los autores de esos escritos fueron muchos, de diversas épocas y de diverso talento literario, que expusieron lo revelado en diversos estilos y recurriendo a diferentes géneros literarios. Al redactarlos, por añadidura, fueron iluminados de modo singular y guíados por el Espíritu Santo. Se explica así que el pueblo de Israel los llamase “sagrados” y que tales libros (La ley, los profetas y las “Escrituras”) gozasen entre ellos de autoridad divina. Pablo en su segunda carta a Timoteo le pide que recuerde que “desde niño conoce las sagradas escrituras”; que “ellas pueden instruirle a cerca de la salvación por la fe en el Mesías Jesús, ya que las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios, sirven para enseñar, reprender, corregir y educar en la rectitud” ( 2 Tim. 3, 15-16).
Las primeras generaciones cristianas no tardaron en conceder la misma autoridad divina a los Escritos del Nuevo Testamento. Lo atestiguan a finales del siglo I la Didajé, Clemente de Roma, Ignacio de Antioquia y otros.
El autor de la Imitación de Cristo escribe con su sabrosa unción:”Señor, dos cosas son necesarias para mi vida: mantenimiento y luz. Dísteme, pues, tu sagrado cuerpo para alimento del alma y del cuerpo; y además me comunicaste tu divina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Estas dos cosas se pueden también considerar como dos mesas colocadas a uno y otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar donde está el pan consagrado, esto es el precioso cuerpo de Cristo, y otra es la de la ley divina (la Biblia) que contiene la doctrina sagrada y enseña la verdadera fe” (IV, 11).
Con más frialdad pero con precisión académica el Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la divina revelación, expone: “La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto escritos por inspiración del Espíritu Santo (Juan 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Ped 1, 19-21; 3, 15-16), tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos. De este modo, obrando Dios en ellos y por ellos como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos o autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación” (Dei Verbum, 11).
Hay otro aspecto que es justo resaltar. Leer la biblia es anegarse en lo mejor de la Literatura de un pueblo excepcional, de aguda inteligencia y finísima sensibilidad. Una Literatura que ha sido estímulo e inspiración de figuras cumbres de la Literatura Universal. Con su tìpica entonación lo dice Donoso Cortés en su discurso académico de la lengua: “En él (en el libro de la Biblia) aprendió Petrarca a modular sus gemidos. En él vió Dante sus terríficas visiones. De esa fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él Milton no hubiera sorprendido a la mujer en su primera flaqueza, al hombre en su primera culpa, a Luzbel en su primera conquista y a Dios en su primer ceño…”.

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