martes, 17 de marzo de 2009

El valor de la vida. Conferencia Pastoral Salud

EL VALOR DE LA VIDA


Mons. Fco José Arnaiz S.J.





El título que me propusieron para esta charla fue “Bioética. El valor de la vida”. La Bioética, con fuertes y específicos reclamos hoy no es precisamente campo de mi competencia, y sería una osadía mía ponerme a improvisar. Me voy a ceñir por eso, exclusivamente, al tema “el valor de la vida” que está en el trasfondo de la Bio-ética y que, sí, entra de lleno en mi competencia. Por otra parte me ilusiona hacerlo.
Sin más, abordo el tema.

* * * * * *

La vida en sus múltiples modalidades nos es tan connatural que apenas despierte nuestra atención. Y cuando la despierta, suele bastante superficialmente. Es más, la vida humana, por ejemplo, siendo de tanto valor, parece que sólo la estimamos en su justo valor, cuando estamos en trance o a punto de perderla.
Sin embargo,¡ qué espectacular y variado es el mundo de la vida, que late en nosotros y que nos rodea por todas partes. En los cielos, en la tierra y en el mar. En el cóndor, en el alazán y en el delfín. En la mariposa, en la hormiga y en el mosquito. En la secuoya, en la palmera real y en el rosal. En el filósofo, en el analfabeto y en el campeón olímpico.
A todos los curiosos e investigadores de la vida les ha inquietado siempre su origen, confundiendo frecuentemente la vida misma con las condiciones y exigencias materiales de esa vida en sus diversas formas y modalidades.
La vida en si –la vegetativa, la animal y la humana- sigue siendo hoy un estremecedor misterio. Lo único que hemos logrado, a base de mucha ciencia y de mucho dinero invertido en la investigación es conformar los compuestos orgánicos que configuran el estadio previo a la vida, pero todavía no hemos podido los seres humanos producir una sola célula viva en el laboratorio. Clonarla, que significa injertarla) sì, pero producirla, no.
Los esfuerzos científicos por dar con el modo y el tiempo de la aparición de la vida en nuestro planeta arrancan propiamente del año 1859 cuando Darwin propuso su teoría de la evolución. El mismo Darwin planteó ya que esos inicios se dieron en circunstancias muy distintas a las nuestras, a partir de ciertos procesos muy complejos de compuestos químicos.
El químico ruso Alejandro Operin (1924) y el inglés ohn Haldane (1929) fueron los pioneros en investigar cómo pudieron haber sido esos procesos.
Por ahora la hipótesis vigente, fundada en los estudios y experimentos de Urey y de Millar de la Universidad de Chicago es la que voy a ofrecer. Hace unos tres mil ochocientos millones de años, la Tierra, aún sin vida, estaría conformada por continentes distintos de lo de ahora; por dilatados océanos y por una atmósfera carente de oxígeno y compuesta de nitrógeno, anhidro carbónico, monóxido de carbono, metano, amoníaco y otros gases.
Una temperatura algo más alta que la actual y la radiación solar, especialmente ultravioleta, habrían sido haciendo posible en zonas de mares superficiales y en lagos síntesis de moléculas orgánicas como aminoácidos, azúcares y bases orgánicas. En este complejo caldo de substancias se habrían ido formando cadenas primitivas de proteínas que se habrían concentrado en pequeños glóbulos.
A partir de este material, todavía inerte, por un proceso totalmente desconocido aún, habrían nacido las primeras células vivas más primigenias, formadas por bacterias monocelulares llamadas “Procarietas”, es decir carentes de núcleo. Posteriormente se habrían desarrollado las cianobacterias, células capaces de realizar la función de fotosíntesis, pudiendo de este modo romper las moléculas de agua, sintetizar los azúcares necesarios para su nutrición y liberar oxígeno.
Por la acción de estas bacterias, similar a la actual de las plantas, habría crecido, en la atmósfera, poco a poco el nivel de oxígeno, y esto habría acontecido en un largo período que iría de los mil quinientos millones de años a los dos mil millones. Una atmósfera así, con oxígeno, es un requisito para el desenvolvimiento de la vida.
El siguiente paso habría sido la formación de las células “eucariotas”, células con núcleo. De ellas están formados todos los seres vivos actuales incluidos los humanos.
A partir de este punto, se habría dado una lenta evolución que iría desde la aparición de las primeras plantas pluricelulares y primeros animales hace unos setecientos millones de años desde la aparición posterior de plantas terrestres y vertebrados hace quinientos millones de años. Y desde la aparición de múltiples reptiles hace unos trescientos millones de años; y desde la aparición de los mamíferos hace ciento cincuenta millones de años, hasta finalmente la aparición del ser humano hace unos dos millones de años.
Ante este panorama, empecemos diciendo que estamos solamente ante una hipótesis científica, bien fundamentada, y nada más. Y una hipótesis, como su nombre lo indica, no es otra cosa que una conjetura o una suposición. Hipótesis, viene semánticamente del verbo griego “hipoticemi”, colocar algo debajo, suponer. Resaltemos en segundo lugar que no estamos hablando de la vida en sí sino de los elementos químicos inorgánicos y orgánicos que se requieren previamente para que se dé la vida vegetativa, animal y humana, para que lo meramente químico se transforme en bioquímico.
Todo esto supuesto, surge ahora una pregunta obligada: ¿lo dicho está reñido o no con lo que la Biblia nos dice en el Génesis?
Una cosa es conocer la realidad de la República Dominicana recurriendo a una buena geografía y un informe riguroso de economía y sociología nacional y otra muy distinta hacerlo acudiendo a nuestro poeta nacional Pedro Mir en su célebre elegía a la Patria “Hay un país en el mundo”. Lo que esa geografía científica y ese informe riguroso nos dicen con extremada exactitud a base de datos precisos precisos y enjutos, Pedro Mir nos lo dice de modo muy distinto poética y aladamente: “Hay en país en el mundo,/colocado/ en el mismo trayecto del sol,/ oriundo de la noche,/ colocado en un inverosímil archipiélago/ de azúcar y de alcohol,/ sencillamente liviano,/como un ala de murciélago,/ apoyado en la brisa./ sencillamente claro,/ con el rastro del beso en las solteras antiguas/ o el día de los tejados/ sencillamente frutal, fluvial y material. Y sin embargo/ sencillamente tórrido y pateado/ como una adolescente en las caderas./ sencillamente triste y oprimido/ sencillamente agreste y despoblado/ etc
No es ni pretende ser la Biblia, cuando trata temas cosmogónicos, antropológicos, astronómicos e históricos, tratados de esas ciencias. Ni pretende consecuentemente incursionar en esos mundos para solucionar problemas reales, existentes en ellos. La Biblia lo que pretende es hacer teología de esos mundos, revelar la acción de Dios, su presencia e influjo en ellos, su intención y plan acerca de ellos.
El libro del Génesis nos presenta a Dios creando cada una de las diversas especies vivas y recurre para ello al género mítico. Sería un error interpretarlo literalmente como sería un error interpretar literalmente la poesía de Pedro Mir. Hay que interpretar el pasaje del Génesis por su género literario “mítico”. Y mítico viene de “mizos” en griego que significa “fabula”, “algo vinculado a la fantasía”.
Según esto, lo que el Génesis quiere formular a través de ciertas conceptualizaciones y formulaciones “míticas” es la autoría y Señorío de Dios acerca de toda la creación, cualesquiera que sean los procesos por los que ésta ha pasado.
Y al fin de cuentas no es menor, respecto a la inteligencia y poder de Dios, la admiración que produciría , en los inicios de todo, la creación directa de todos los seres vivos que la que debe producir en nosotros las virtualidades infundidas por Dios en los primigenios elementos capaces de producir, a través de fascinantes procesos, las realidades que han ido surgiendo hasta a la situación actual o que puedan todavía surgir.
La ciencia entonces lejos de disminuir nuestra admiración ante el misterio de la vida lo que hará siempre es aumentarla.


En el tema de la vida humana hay un problema fundamental y es el de cuándo se produce estrictamente en el seno de la madre el comienzo de una nueva vida.
No es a la intuición ni al interés positivo o negativo ni al libre ejercicio mental al que le compete dar cumplida respuesta sino a la ciencia. La ciencia nos ofrece un dato fundamental que nadie hoy puede orillar: la fusión de los gametos humanos produce una realidad viva. Esta realidad viva es biológicamente distinta del útero materno. Su composición cromosomática está constituida por la suma y la combinación de los cromosomas maternos y paternos.
Tal realidad biológica es algo nuevo. No se trata de una mera yuxtaposición o aglomeración de elementos anteriores sino de un nuevo patrimonio genético. Este patrimonio genético es ya específicamente humano. En él están ya funcionalmente presentes los veintitrés pares cronosomáticos de la especie humana.
Esa realidad es también biológicamente individual, ya que el patrimonio concreto genético (el ADN propio) surge en el momento de la fusión de los cromosomas y de las distintas modalidades de la combinación de los genes. Las genes se sitúan en gran número (alrededor de unos 100.000) a lo largo de los cromosomas formando una especie de collar de perlas.
Científicamente todo esto quiere decir que desde la fecundación están presentes las características humanas propias de un nuevo ser humano. La formación y plenitud las logrará a través de un proceso propio.
Cuatro objecciones, sin embargo, al planteamiento científico, que hemos hecho, han sido formuladas por algunos desde la Antropología y desde la Biología, que nos interesa analizar.
La primera objeción desde la Antropología es que la humanización se caracteriza por las relaciones interpersonales y éstas comienzan con el nacimiento.
La respuesta es muy sencilla. La relación interpersonal manifiesta pero no constituye la existencia humana. Pero es evidente, por otro lado, que una cosa es el inicio del ser humano y otra muy distinta el progresivo proceso de humanización. Hay más. Los modernos métodos de observación del feto nos obligan hoy a afirmar la sensibilidad fisiológica y psicológica prenatal del individuo.
Las otras tres objeciones proceden de la Biología.
El inicio del individuo –afirman algunos hay que hacerlo coincidir con la formación del sistema nervioso. El desarrollo del sistema nervioso se produce entre los días 15 y 18 a partir de la fecundación y es él entonces el que comienza a coordinar toda la vida del individuo.
La respuesta –y por cierto desde la misma Biología- es obvia. Esta función la realiza previamente el conjunto de capacidades del embrión. La vitalidad no comienza con el sistema nervioso sino, por lo contrario, este es el resultado de un proceso dinámico que arranca en el mismo momento de la fecundación.
Otros proclaman que la implantación en el útero es el momento fundamental para su desarrollo.
La respuesta es también clara. No es la implantación la que le da la vida al embrión. La implantación es solamente condición para su supervivencia y desarrollo ulterior. Y según esto no tiene justificación proponer la fase de la implantación como comienzo convencional.
La tercera dificultad desde la Biología es, según algunos, la de la imposibilidad de concederle la individualidad el óvulo fecundado. La razón es que en las primeras divisiones en dos o cuatro células es posible la formación de otros tantos embriones biológicos idénticos a cuantas sean las partes en que se separan, como es el caso de los gemelos mono-ovulares.
La respuesta científica es que, no obstante esa posibilidad, en el óvulo fecundado están ya presentes en germen las características individuales y que, por lo tanto, existe ya un individuo puesto que la división, totalmente excepcional, de una parte no compromete la evolución integral del embrión según el programa establecido.
Dada la integridad intrínseca de la vida y su inviolabilidad, la posición firme e inrreductible de la Iglesia a favor de la vida incipiente se basa e identifica plenamente con los planteamientos de la ciencia que acabamos de exponer.
Ya en 1971 la Comisión episcopal francesa para la familia proclamaba:”Desde la fecundación del óvulo se constituye un individuo en una unidad plenamente estructurada. La ciencia no admite barreras cualitativas que establezcan el paso del embrión de una fase no humana a otra humana”. Y la Iglesia Evangélica se expresaba ese mismo año así: “El mandamiento divino del amor vale también para la vida comenzada y confiada al cuidado de los seres humanos. En base a los recientes datos de la ciencia, el comienzo de la vida se instaura con la fecundación, con la fusión de las células germinales. El comienzo del embarazo se identifica hoy científicamente con el momento en que se implanta en el útero el germen vivo. Toda acción que destruya esa ya comenzada es matar una vida que se está haciendo”.
Sin titubeos tenemos que decir que la ciencia biológica afirma hoy que ya en la fecundación de los gametos humanos se está ante una vida en proceso y que la insistencia de la Iglesia en defender la vida desde su fecundación coincide con la genética moderna.
¿Es, sin embargo, esa vida humana una persona?,¿Cuándo lo es?. Desde el punto de vista biológico la respuesta es que con la fecundación se inicia realmente una individualidad biológica, aunque sea susceptible de escisión y de multiplicación y esté sometida a un proceso.
La ciencia biológica no dice ni puede decir más, pero tampoco menos. Y ante la presencia ya de una vida humana individualizada, es algo muy secundario en qué momento se este de su inherente proceso.
Muy de acuerdo con tal planteamiento, la Iglesia (la Congregación de la doctrina de la Fe) advierte que “desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre sino un nuevo ser humano que se desarrolla por su propia cuenta”. Y concluye que es un deber moral respetarla.
Con cierto patetism, comprensible por la presencia dramática de tanto irrespeto a la vida incipiente, la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II sobre la vida (“Evangelium Vitae”) nos amonesta: “Hay quienes quieren justificar el aborto, sosteniendo que el fruto de la concepción al menos hasta un cierto número de dias no puede ser considerada vida humana personal”. No es esto ciertamente lo que afirma hoy la genética moderna. Lo que pregona es que desde que el óvulo es fecundado, un nuevo ser humano empieza a desarrollarse.
Cuando aún la ciencia no había avanzado tanto y no se sabía el momento preciso de la autonomía embrionaria, la Iglesia ante la duda de que esa autonomía no fuese real desde el primer momento de la concepción, exigía el respeto total a la vida desde la concepción de un ser humano por la ley de la probabilidad. Ante la duda que lo que se esconde y mueve detrás de un matorral sea un animal o un ser humano, el cazador no puede disparar a lo que se mueve ante la posibilidad de que lo que se mueve sea un ser humano y cometa un homicidio. Agresión gravísima a una victima inocente. En el caso del feto sería contra una víctima no sólo inocente sino totalmente indefensa que ha hecho presencia por voluntad ajena, lo cual agrava seriamente la agresión.
Se entiende así que el Magisterio de la Iglesia, ante cualquier hipótesis defendiese siempre que el ser humano debía ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción.
A parte de la razón, a la Iglesia le ha movido muy determinantemente el hecho de que la Revelación haya hablado de tal manera del ser humano en el seno de la madre que exija se extienda a él el mandato de “no matarás”. Por eso ha sido la tradición de la Iglesia. Su Magisterio lo ha repetido una y otra vez, ayer y hoy, contra todo interés inconfesable, convicciones contrarias, sutiles falacias y veleidosas reivindicaciones.

Tristemente, la vida humana, don tan excelso, es hoy una realidad sometida a múltiples y gravísimas amenazas: amenazas generales a la vida y amenazas particulares a la vida inicial y a la vida terminal.
Las amenazas generales provienen: de la naturaleza cósmica en la que está inserta y de la que depende: terremotos, lluvias, huracanes, tifones, calentamiento del planeta; amenazas de su propia naturaleza humana: hambre o desnutrición endémica en poblaciones enteras del planeta, malos hábitos de alimentación y vida sedentaria, enfermedades y epidemias, la droga y el alcoholismo; amenazas de los seres humanos que nos rodean: odios, venganzas, conflictos, guerras, terrorismo, genocidios y asesinatos; amenazas de la cultura vigente, una cultura que ha sido llamada “cultura de la muerte”, hoy se mata tranquila e impunemente para robar, para silenciar, para castigar, para ajustar cuentas; amenazas de una sociedad, hija y víctima de esa cultura de la muerte y de una sociedad muy agresiva y violenta.
Junto a estas amenazas generales están las particulares contra la vida inicial en el seno materno y contra la vida terminal.
En la raíz de las amenazas contra la vida incipiente hay que señalar los siguientes fenómenos vigentes: una instintividad sexual sin referencia a la vida a la que está esencialmente vinculada; baja estima de la vida, egoismo que juzga a los hijos como obstáculo del bienestar de los padres, de la familia y de la sociedad; la cultura anticonceptiva; el rechazo de la concepción sorpresiva o no querida; el recurso fácil al aborto; la difusión de falsas ideas sobre la vida; y legislaciones permisivas
En el trasfondo de las amenazas a la vida terminal está una visión negativa y pesimista de la vejez; la reivindicación y difusión mediática de la eutanasia activa y la defensa de la eutanasia pasiva.


En el tema del valor de la vida lo más fascinante es que la vida humana no se restringe exclusivamente a su temporalidad sino que en virtud de la infusión de vida divina en ella, fruto de la muerte y resurrección de Cristo, atesora la capacidad de transformarse en vida eterna y gloriosa, adsorbida en la infinitud de Dios.
Esta realidad tan reconfortante es la que le explaó Jesucristo a Nicodemus. “Si alguno no renace a través del agua y del Espíritu Santo no puede entrar en el Reino de Dios”
La vida eterna y gloriosa es tan esencial a nuestra fe que Pablo a los corintios, que si ella no existía , nuestra fe era vana y nosotros los cristianos éramos los más desgraciados del mundo.
Me siento obligado a decir algo sobre este inefable misterio.
Es entusiasmante que el Cristianismo se arrogue la impensable pretensión de ofrecer al ser humano participar en la vida divina y que esto sea lo más medular suyo.
Tal participación, sin embargo, es sólo incoada en la tierra. Su plenitud se mostrará radiante en el más. Como la mariposa respecto a la crisálida. Se reivindica así y remacha el origen divino del cristianismo y su diferencia de las demás religiones naturales centradas exclusivamente en la adoración, aplacamiento y obtención de favores de la benevolencia divina.
A la luz de esa participación humana en la vida divina, la creación adquiera una grandiosidad insospechada, pues su finalidad no se encierra en si misma sino que se abre a horizontes infinitos, al contar con seres –síntesis y culmen de todo lo creado- capaces de participar en la vida divina, entrando así en una comunión real con Dios, perfección suma y definitiva.
No es esto, sin embargo, una exigencia de nuestra naturaleza sino un don de Dios que nos fue revelado y dado en Cristo y por Cristo. Es el objetivo, gloria y gozo de su vida y obra.
Cuando no se insiste en esto ni se explana, el cristianismo poco a poco se convierte en mero moralismo y queda nuclearmente desvirtuado y desnaturalizado.
Es muy significativo que los primeros pensadores de la Iglesia vuelvan una y otra vez a este tema y lo conviertan en primordial objetivo de sus reflexiones y enseñanzas. Descuellan entre ellos Clemente de Alejandría, Atanasio de Alejandría, Basilio de Cesarea, Gregorio Nacianzeno, Máximo el Confesor y Juan Damasceno.
Aduzco varios pasajes para que se vea su estilo y tono.
Clemente de Alejandría en su obra “Protríptico” escribe. “El Logos de Dios se hizo hombre para que aprendas de él cómo puede el hombre hacerse Dios”
San Atanasio de Alejandría, en su célebre obra “Contra arrianos” explana: “El Logos no forma parte de las cosas creadas sino que es, por lo contrario, su Creador. Así es cómo tomó un cuerpo creado y humano para renovándolo divinizarlo. El hombre no podía ser divinizado si el Hijo no fuese verdadero Dios. El hombre no habría sido divinizado de no haber sido el propio Logos de Dios, verdadero y salido por naturaleza del Padre, quien se hizo carne. La unión se hizo, pues, para que a la naturaleza divina fuese unida la naturaleza humana y la salvación del hombre y su divinización quedasen aseguradas, pues así como el Señor se hizo hombre, igualmente nosotros los hombres somos divinizados por el Logos, siendo asumidos a través de su carne”
Basilio de Cesarea en su “Tratado sobre el Espíritu Santo” se expresa así: “Del conocimiento de la acción del Espíritu Santo procede el conocimiento anticipado de las cosas por venir, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las cosas ocultas, la distribución de los dones de la gracia, la ciudadanía del cielo y finalmente la más alto de todo lo deseable: hacernos Dios”.
En su obra “Oratio” San Gregorio de Nacianzo nos amonesta: “Hagámonos Dios por El, ya que El por nuestra salvación se hizo hombre. ¿Cómo no va a ser Dios aquel por el que tú haces Dios?. Se hizo hombre a causa de ti para que tu por El te hagas Dios. El que ahora desprecias (Cristo) existió antaño y estaba por encima de ti, el que ahora es un hombre era entonces increado; lo que él era ha seguido siéndolo, pero lo que no era lo unió a si. Al comienzo El no tenía causa (¿cuál en efecto podría ser la causa Dios?) pero más tarde se hizo hombre para que yo me haga Dios, tanto como él se hizo hombre”.
Por su modo de argumentar, es evidente que tales pensadores de la Iglesia en modo alguno están hablando metafóricamente, al aplicar el concepto de vida divina al ser humano. Hablan de una verdadera participación humana en la vida divina, que al positivismo y racionalismo de su tiempo le resultaba ininteligible. También lo es para los positivistas y racionalistas de hoy, para los que se confiesan increyentes o agnósticos.
Un presupuesto falso de ellos es que el poder de Dios no es capaz de producir en el ser humano lo que las fuerzas naturales no pueden lograr. Lo inadmisible sería que las meras fuerzas naturales por sí mismas fuesen capaces de divinizar vitalmente al ser humano, pero de ninguna manera el que Dios le pueda ofrecer gratuitamente al ser humano la participación en su vida divina.
A los Santos Padres griegos les gustó presentar la participación en la vida divina recurriendo al símil del hierro incandescente. Está por un lado el fuego y por otro el hierro frío. Aplicando el fuego al hierro, este se torna incandescente si dejar de ser el hierro hierro y el fuego fuego.
Subyace también en la actitud positivista y racionalista una concepción cerrada de la creación. Para la fe cristiana la creación no está acabada, no ha llegado a su punto final. Está llamada a una perfección superior y esta no es otra que la culminación de la divinización incoada del ser humano aquí en la tierra gracias a Cristo. Esa culminación es horizonte y esperanza.
El cristiano mira siempre hacia el término o consumación de la creación que es lo único que en definitiva le interesa. El racionalista y positivista, sin embargo, mira el presente y el pasado y se desespera de que el pasado ya no exista y se angustia de que el presente se le esfuma entre los dedos y al mirar al futuro limitado en el tiempo, juzga ese límite como término de la vida y fin de todo y se aterra o lo acepta estoicamente.
El cristiano sabe y no cesa de pensar que la figura de este mundo pasa y por eso no se aferra al estado presente de las cosas y se llena de ilusión y esperanza avizorando un futuro gozoso y glorioso que nunca acabará.
Curiosamente la participación en la vida divina responde no a una exigencia de la naturaleza humana, pero, sí, a una capacidad para ella y a un anhelo profundo del ser humano. Este es capaz por naturaleza de recibir por gracia el don de la participación en la vida divina. Sin embargo, entre el primer don del ser y el segundo de su divinización posible existe una indiscutible correlación.
En virtud de la programación, inscrita en sus genes y en su neurofisismo (sistema nervioso central y encéfalo) y en su espíritu humano (llámesele como se le llame: nefes, elán vital, alma) el ser humano adquiere poco a poco su madurez animal y humana. Con la infusión del Espíritu Santo el ser humano recibe una dimensión vital, divina. Jesucristo para exponer este misteriosa realidad recurrió al simil de la vid: cepa y sarmientos. El era la cepa y nosotros los sarmientos. La savia es la vida divina que El hace llegar a nosotros. Todo esto revelado en Cristo y por Cristo nos permite afirmar que Dios creó al ser humano en orden a su divinización. Aparece así la grandeza y belleza del designio divino respecto a la creación.
Tenemos, por otro lado, que la perpetuación eterna y gloriosa del ser humano responde a uno de sus anhelos más profundos. Una de las expresiones más dramáticas es la insatisfacción continua con todo lo creado y finito. El desasosiego que resulta de no reconocer que esa realidad a la que aspira existe es señal clara de la existencia de ese deseo. Sentir ese deseo y no poder cumplirlo convierte la en náusea que escribió Jean Paul Sastre. Sentirlo y saber que puede cumplirlo llena la vida de luz y de esperanza, de ilusión y de gozo. Desde la seguridad de esa oferta y don divino, el Cristianismo proclama que Dios puso precisamente en el corazón humano ese anhelo porque en su proyecto sobre el ser humano estaba satisfacerlo plenamente.
Coherentemente con todo lo expuesto es aguda la definición del ser humano que en una de sus obras nos dejó San Gregorio Nacianceno: “El ser humano es un animal divinizable”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario