viernes, 24 de abril de 2009

AÑO PAULINO

PENSAMIENTO Y VIDA


AÑO PAULINO



Fco José Arnaiz S.J.

Todos los datos convergen en que Pablo, el apóstol de los gentiles, nació el año 8 de nuestra era. Fundamentándose en este dato, Benedicto XVI ha decretado un Año Paulino para celebrar el bimilenio de su nacimiento. El mismo Papa lo abrió el 28 de junio de este año en la Basílica de San Pablo extramuros y su clausura será el 29 de junio del año 2009.
La figura de Pablo es tan imponente en el Cristianismo que no han faltado enemigos del cristianismo que han defendido que el verdadero fundador de este fenómeno histórico es él y no Jesucristo.
Todo en él es impresionante: su conversión, su trayectoria, su personalidad, su obra y sus escritos.
Personalmente, como profesor de Teología que he sido por muchos años y como entusiasta de la Teología, mi admiración hacia Pablo como teólogo es inmensa.
Cercano al hecho de Cristo, (casi coetáneo de él), por haber nacido unos ocho años después de él y conocedor, por lo tanto de su existencia, vida y enseñanzas aunque no discípulo suyo, (más bien enemigo por sus diatribas frecuentes contra los fariseos a cuyo grupo pertenecía), y surgidas las primeras comunidades cristianas después de la resurrección de Cristo, Pablo de Tarso se constituyó perseguidor implacable de ellas.
El Cristo resucitado, sin embargo, que, con sus apariciones en cuerpo glorioso, devolvió y fortaleció la fe de sus apóstoles, en sus designios inescrutables se le apareció también a él, camino de Damasco y le vino a decir claramente que contaba con él para la expansión de la “buena nueva” , del misterio de la salvación universal que incluía la redención de nuestros pecados, la reconciliación de Dios con la humanidad a través de Cristo y nuestra santificación por la participación en la vida divina por la infusión del Espíritu Santo que nos hacía hijos verdaderos de Dios por adopción y herederos consecuentemente de la vida eterna y gloriosa en Dios y con Dios.
Supuso esto una gran convulsión en su interior. No era él un hombre liviano en sus convicciones, sobre todo religiosas. Fuertemente reflexivo y de temperamento ardiente y apasionado no admitía debilidades en su fe judía ni ataques a ella. Esa fe era para él convicción, pasión e identidad.
Sabía de Jesús de Nazaret. Lo había percibido como uno de tantos buenos profetas que surgían de tiempo en tiempo en Israel y había pensado que con su muerte habría de desaparecer su influjo. No había sido así.
No le había gustado en él el fondo revolucionario de sus planteamientos religiosos, su tono universalista y sobre todo que hubiese repetido insistentemente que él era la resurrección y la vida. No había soportado que hubiese dicho que él era más grande que Abraham y Moisés. Sabía que él había tenido frases muy duras contra los escribas y fariseos y por eso él, Pablo, se había convertido en perseguidor enardecido de sus secuaces.
Le constaba que había sido crucificado como un malhechor y no había creído que hubiese resucitado pero ahora resultaba que el resucitado se le había aparecido a él nada proclive a alucinaciones. Se le había aparecido en cuerpo glorioso y le había hablado claramente.
Ante este hecho irrecusable para él toda su vida y mundo anterior se le vino abajo. El equivocado era él y no aquel Jesús de Nazaret.
Todo ser humano sometido repentinamente a una experiencia de estas características, que exige un cambio radical de vida, piensa mucho y termina fraguando una personalidad muy típica, honda, firme y rica. Es el caso de San Agustín, de Newman, de Ignacio de Loyola y en nuestros días de García Morente y tantos otros. Y fue el caso de Pablo. Lucas nos informa que al aparecérsele el Cristo glorioso y decirle “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, él le preguntó “ ¿quién eres, Señor?, y que el Señor le contestó: “Yo soy Jesús , el mismo a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad. Allí te dirán lo que tienes que hacer”.
Los tres días de total retiro en Damasco, antes que viniese a verle y bautizarle Ananías, fueron, sin duda, a juzgar por sus futuras cartas, de una gran densidad mental, de mucho reflexionar bajo la acción del Espíritu Santo. Su conversión a Cristo no se había producido y se estaba produciendo por una frustración personal de su fe judaica y un progresivo conocimiento y admiración de la fe cristiana sino por una súbita irrupción de Dios en su vida. Esto le obligaba ahora a un proceso serio de comprensión profunda de aquello a lo que era llamado. Ante cualquier realidad el ser humano, (y es más humano cuanto más racional y conscientemente actúe ) procede así.
El itinerario de los sometidos a una experiencia similar es: percibir, reflexionar (razonar, discurrir), juzgar, deducir y valorar. Por su innata curiosidad, no se contentan con su constatación sino que quieren saber su origen, su entraña, sus implicaciones, su funcionalidad, su finalidad, su valor es decir sus múltiples relaciones con la creación y ante todo con el ser humano. Fue lo que San Pablo comenzó a hacer en Damasco y continuó haciéndolo toda la vida respecto a Cristo y la fe cristiana. Y esto es precisamente lo que le constituye figura singular y primer teólogo del Cristianismo.
El teólogo es un individuo que asume como propia la tarea de intentar comprender un misterio divino presente en la revelación o en la tradición de la Iglesia y una vez comprendido conceptualizarlo y , una vez conceptualizado, formularlo y , una vez formulado, trasmitirlo.
Solamente los de indiscutible talento y después de pensarlo y sobrepesarlo mucho son capaces de condensar su pensamiento en breves y lapidarias frases.
Es hechizante en San Pablo encontrar aquí y allá en sus cartas síntesis fascinantes del misterio de Cristo que iluminan profusamente la fe cristiana. Nadie ha definido mejor que él, en la Carta a Tito (3, 4-7) la profundidad del misterio de la salvación.
En sólo un párrafo, descifrador de la salvación, hace él los siguiente planteamientos: 1) La salvación consiste en un bautismo que nos purifica y produce en nosotros una vida nueva ; 2) la fuente de esa nueva vida es el Espíritu Santo dentro de nosotros; 3) Ese Espíritu Santo dentro de nosotros se lo debemos a Cristo; 4) En virtud de esa nueva vida somos “justos”, santos; 5) y poseemos ya, en esperanza, como herencia, la gloria eterna. 6) Y esto se le debemos puramente a la misericordia de Dios sin mérito alguno nuestro; 7) y esto muestra la bondad y amor de Dios a la humanidad.
Dice textualmente San Pablo: “Dios, nuestro Salvador, mostró su bondad y su amor a la humanidad, pues, sin que nosotros lo mereciésemos, por pura misericordia suya, nos salvó por medio de un bautismo que produce nueva vida por medio del Espíritu Santo que Jesucristo nuestro Salvador nos lo infunde generosamente, para que, hechos ya justos (santos, partícipes de vida divina) ahora, tengamos en esperanza, como herencia, la vida eterna”
A propósito de su situación en ese momento, preso en la cárcel mamertina de Roma por el único “delito” de predicar el evangelio de Cristo, Pablo le esboza a Timoteo en su segunda carta (2, 11-13) un breve tratado de ascética cristiana: “Esto es muy cierto: Si morimos con Cristo, también viviremos con El; si sufrimos con valor por El, tendremos parte en su reino; si lo negamos, también El nos negará; si nos somos fieles, El, sin embargo, seguirá siendo fiel porque El no se contradice”.

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