viernes, 24 de abril de 2009

DESIGNIO DIVINO

PENSAMIENTO Y VIDA


DESIGNIO DIVINO



Fco José Arnaiz S.J.


A San Pablo le gusta recordarnos que el primigenio designio de Dios respecto al ser humano, desbaratado por el pecado, fue re-instaurado en Cristo y por Cristo. Es un planteamiento que ilumina la esencia íntima del cristianismo.
Dos fases, relacionadas entre sí, y tres líneas de acción en la primera fase implica la restauración. Las dos fases son: temporal y eterna; previa y definitiva. Las tres líneas de acción de la fase temporal y previa son: 1) Dios quiere un progresivo e ininterrumpido perfeccionamiento de la creación al servicio y bienestar creciente de la humanidad a través del trabajo humano. Dios quiere el progreso; 2) Dios quiere el progresivo perfeccionamiento del ser humano a través de su esfuerzo. Dios quiere una sociedad cada vez más perfecta; 3) Dios quiere que esto se haga “sacerdotalmente”, de modo sagrado, en vinculación con Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, en perfección creciente.
Late por debajo de este planteamiento la concepción de Teillard de Chardin que proclamaba arreboladamente que todo movimiento en la tierra hacia delante -todo progreso- es siempre movimiento hacia arriba, hacia Dios.
El perfeccionamiento progresivo de la creación entraña el descubrimiento creciente de las posibilidades existentes en la naturaleza, en la leyes físicas, químicas, bioquímicas y biológicas y la actualización de ellas al servicio de las necesidades temporales de la gran familia humana. Necesidades primarias y secundarias.
Dios entregó al ser humano la “naturaleza” no en un sistema cerrado sino abierto al desenvolvimiento continuo y a combinaciones múltiples que acrecientes sus posibilidades. Se trata de un fabuloso de perspectivas, ofrecido al ingenio y habilidad humana. Piénsese en tantos descubrimientos modernos que son augurio y realidad insoñable de mejoras inconcebibles. Avanzamos hacia tiempos en los que muchas de las dificultades y padeceres humanos serán atribuidas a la abulia humana y no al corazón duro de Dios o a concepciones antropomórficas de la Providencia Divina.
El paso de la posibilidad a la realidad cada vez más maravillosa de la naturaleza deberá ser hecho a través del trabajo multiforme y asociado del ser humano, de la investigación y la técnica. En ello, por ser plan y designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración a Dios y su ayuda incondicional para que así sea.
Lo expuesto encierra una serie de consecuencias importantísimas.
Dios tiene que suscitar “vocaciones” para este quehacer, para este servicio. Es decir que existe el carisma humano de “dominador de la creación”. Por otro lado hay que tener una alta estima cristiana del progreso y sentir su urgencia. Hay que suscitar y madurar una sana concepción cristiana de las realidades terrestres, del progreso, de la ciencia, de la técnica y de los valores terrestres y temporales, fundamento sólido de un cristiano optimismo temporal.
Existe una secularización sana, cristiana, que consiste en no pedir ni buscar la intervención divina donde se debe exigir y buscar el trabajo y la responsabilidad humana. Esto ahuyenta y condena, como contrarias a la esencia del cristianismo la magia, la superstición y el milagrismo.
La progresiva perfección de la sociedad implica una asociación humana cada vez más fraterna y favorecedora de la dignidad humana. Para ello es necesario que la sociedad sea cada vez más comunidad de señores y hermanos. Todo ser humano debe ser –y hay que exigir que lo sea- servidor y perfeccionador de los demás y jamás explotador de ellos, y totalmente identificado con el prójimo, y especialmente con los más pobres y marginados.
Esto requiere el esfuerzo de todos, la dedicación de algunos a buscar fórmulas concretas de lograrlo y modelos de aplicación según los tiempos y las circunstancias de cada nación y momento histórico. Es decir se requieren politólogos y políticos, sociólogos y asistentes sociales, planificadores, servidores públicos, antropólogos y psicólogos.
En esto, también, por ser designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración de Dios y su ayuda generosa para que así sea.
Lo que acabamos de exponer encierra una serie de consecuencias graves que hay que tener siempre muy presentes.
Dios suscita vocaciones para estas funciones y servicios y los que los ejercen en Cristo responden a un carisma divino y Dios está comprometido con ellos. Lo perciban o estén muy ajenos a ello.
Hay que tener una sincera estima de la “política” de la que nadie está eximido. Hay que admitir la autenticidad y bondad intrínseca del compromiso socio-político, concibiendo a la Iglesia –y exigiéndole ser- no sólo crítica y denunciadora de los desórdenes sociales (orden injusto sostenido, estructuras opresoras, actitudes alienantes..) sino agente de cambio, siempre que este sea necesario u oportuno.
El plan de Dios, en tercer lugar, exige que todo esto, que se incluye mutuamente, se haga de modo “sacerdotal”. Nos estamos refiriendo al “sacerdocio común de los fieles” que tanto reclamó el Concilio Vaticano II. Es el lado más fascinante del plan de Dios, reinstaurado en Cristo.
El que todo esto se haga sacerdotalmente significa que se haga de modo sagrado, divinizante. Este modo divinizante es algo más hondo que hacer intencionalmente a gloria y honor de Dios lo que se hace, aunque lo incluya; es hacerlo con Cristo y en Cristo como miembros y cuerpo suyo, vivificados por el Espíritu Santo, presente y actuante en nosotros y con nosotros.
En el bautismo se nos “unge” con el Espíritu Santo, quedando así asumidos a la vida divina. La vida humana pasa a tener dimensión divina y proyección eterna y gloriosa. Esto es el fin, la gloria y el gozo de la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, lo que acabo de exponer densa y esquemáticamente es el punto clave del misterio salvífico de Cristo e ilumina lo innovador y revolucionario del Cristianismo y la importancia de lo escatológico, irrupción de lo divino y lo eterno en lo humano y caduco.
Kart Barth ha escrito muy agudamente que un cristianismo que prescinde de lo trascendental y escatológico no tiene absolutamente nada que ver con Cristo. Reducir la religión cristiana a pura ética y la Iglesia a una simple agrupación de cátaros, de seres humanos honrados e íntegros es desconocer totalmente la esencia del Cristianismo. Desconocerla y pervertirla.
Al llegar a este punto se entiende fácilmente el ministerio sacerdotal jerárquico (Papa, Obispos y sacerdotes) y la distinción esencial, no gradual, entre el sacerdocio común de los fieles (del que hemos hablado hace un momento) y el sacerdocio ministerial.
El sacerdocio ministerial consiste primordialmente en servir a los seres humanos en su sacerdocio común. Un servicio, pues, a los seres humanos, en nombre de Cristo-cabeza, para que todos ellos vivan a plenitud su sacerdocio común. El presbítero pasa asi a ser sacerdote de sacerdotes. Para ello Dios le concede la triple potestad-función de ser maestro, liturgo y pastor, tres aspectos de una misma realidad. Todo esto es más hondo que ser simplemente organizador y presidente de ceremonias cúlticas y expendedor de sacramentos, algo que tienen muy metido en la cabeza muchos hombres y mujeres de hoy.
Entre las muchas definiciones, que se han dado del ministerio sacerdotal, una magnífica sería que el sacerdote ministerial jerárquico es aquel miembro del pueblo de Dios que re-presenta (es decir hace presente y actuante en él) a Cristo-cabeza del cuerpo místico, fuente de vida y de unidad.
A la luz de lo dicho, me limito a insinuar la importancia apostólica y evangélica que tiene dentro del pueblo de Dios el estado de “vida consagrada al Señor” (el estado de los religiosos y religiosas) en cuanto “sacramento” escatológico, en cuanto argumento y símbolo de la existencia de lo trascendente (Dios y la vida eterna y gloriosa), de su belleza, grandeza y atractibilidad.
También subrayo la importancia y grandeza del matrimonio-sacramento, en cuanto instrumento y símbolo de la identificación de Dios con el ser humano en Cristo, es decir de las bodas del Cordero con la Iglesia.
A modo de complemento de todo lo dicho, hay que añadir dos cosas. La primera es lo absurdo del enfrentamiento y de comparaciones entre las diversas vocaciones o carismas dentro del pueblo de Dios. Todas son complementarias: convergen en lograr la totalidad y complejidad del designio divino temporal y eterno, previo y definitivo. Lo fundamental es la vocación cristiana. A San Agustín le gustaba repetir que lo que perdía era ser Obispo y lo que salvaba era ser cristiano.
Dentro del pueblo de Dios hay que saber estimar al otro, sabiéndolo portador del Espíritu Santo o simplemente redimido y justificado por parte de Cristo. Esto debe producir la obligación y gozo de servir y ser servido, de dar y recibir, de enseñar y de aprender, de evangelizar y ser evangelizado.
La segunda cosa que hay que añadir es que en esta perspectiva no son admisibles los planteamientos teológicos restrictivos, que han ido apareciendo modernamente buscando ejes parciales que cristalicen toda la complejidad de la fe cristiana. Lo correcto es buscar presentaciones complexitas que integren todos los contenidos y dimensiones de nuestra fe, para que nada del plan salvífico de Cristo queda excluído o puesto en penumbra.
Una concepción genuina de nuestra fe es irreducible a mero sentimiento y quien así la reduzca lo único que está demostrando es una absoluta ignorancia de lo que es el cristianismo. El Concilio Vaticano II puntualiza: “La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (AA, núm. 5).

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