miércoles, 11 de marzo de 2009

Padre Antonio Altamira


PENSAMIENTO Y VIDA
Antonio Altamira Botí S.J. Por: Fco José Arnaiz S.J.

En memoria de nuestro querido Vicerrector de Bienestar Estudiantil, Reverendo Padre Antonio Altamira S.J.
Ángela Peña, con su fina sensibilidad femenina, acaba de escribir en el Periódico Hoy dos encantadores artículos sobre Manresa-Loyola, Haina, donde terminan sus días un grupo de esforzados jesuitas, que fueron dejando girones de su vida entre nosotros y hoy mansamente esperan el abrazo definitivo con Dios al que generosamente entregaron un día sus vidas al servicio total de los demás.
Allí cerquita del remansado Caribe, sobre los arrecifes, está el recogido cementerio de los jesuitas. Una blanca pared llena de nichos, cada uno con el nombre y apellido sucintos del difunto y dos fechas, la de su nacimiento y la de su muerte; y sobre la tierra una serie de tumbas bien alineadas con su cruz y su inscripción.
Hace unos seis años me visitó desde Miami un cubano que quería hacer negocios aquí. Era antiguo alumno de nuestro célebre Colegio de Belén en la Habana. Recordaba con cariño e inmenso agradecimiento a todos y cada uno de los que habían sido sus profesores. Los recordaba con su nombre y apellido. Se me ocurrió entonces llevarle a Manresa, a ese cementerio.
Jamás lo olvidaré en vida. Aquel hombre se detuvo en el estrecho pasillo central, leyó pausadamente tanto nombre conocido, le rodaron unas lágrimas gruesas por sus mejillas y con voz quebrada me dijo: esto no es un cementerio; es un Panteón de próceres. Y juntos rezamos por ellos un Padre Nuestro salido del hondón del alma.
Ya en el carro se explanó en ponderarme la categoría de hombres competentes y muy de Dios como el P. Ramón Calvo, Daniel Baldor, Barbeito, Mendía, Larrucea, Angel Arias, Pedro de Prada, Cipriano Cavero, Salgueiro, Uribe etc a los que tanto él debía.
Desde el martes 22 de este febrero del 2007 el Panteón jesuítico de Manresa cuenta con un prócer más, el P. Manuel Antonio Altamira Botí, con esta escueta inscripción (1923-2007). 1923 fecha de su nacimiento. 1907 fecha de su defunción. Los títulos y galardones los jesuitas los reciben en el cielo.
A ese Panteón el P. Altamira, después de una sentida misa de despedida en la Capilla de Manresa, fue llevado con un cortejo multitudinario de jóvenes del Colegio Loyola, de la Universidad O&M y de muchachos y muchachas del MOVIC (Movimiento de Vida Cristiana) creado y sostenido por él. Ninguno de ellos y ellas ocultó su dolor y su agradecimiento a sus desvelos apostólicos. Antes de cerrar el ataúd un jóven sigilosamente se acercó y depositó en una esquina una pequeña cartulina. Creyó que nadie lo veía. Lo vió alguién que es quien me lo ha contado. Era una estampita de la Virgen. Todo un símbolo.
Altamira pertenece a mi generación jesuítica. Yo entré a formar parte de la Compañía de Jesús en mayo de 1941, en plena II Guerra Mundial, y él lo haría en septiembre de 1942.
El 41 había sido establecido en la ciudad de Cienfuegos, en el Colegio de Monserrat, el noviciado para los jóvenes cubanos y dominicanos que quisiesen ser jesuitas. Lo inauguraron un grupo de novicios españoles, idos allá desde el Noviciado de Salamanca, que era la Provincia Madre jesuítica a la que pertenecía entonces Cuba y la Misión fronteriza de la República Dominicana, y un grupo de cubanos. Ellos fueron la generación fundadora del Noviciado en Cienfuegos. En los primeros días de mayo del 42 llegábamos allá, retrasados por los avatares de la guerra, en plena confrontación submarina bélica, después de un viaje rocambolesco de 32 días, la expedición de los ingresados en España el 41. Eramos cuatro en total. Vivimos solamente dos.
De mis dulces recuerdos de esos inolvidables años forma parte el P. Altamira. Una mañanita de finales de agosto, después de haber viajado toda la noche en tren desde la Habana hasta Cienfuegos, acompañados del Superior Viceprovincial P, Vicente Garrido (que también descansa en el Panteón de Manresa), aparecían, al final de nuestra misa de comunidad, tres singulares personajes que venían llenos de ilusión a iniciar su vida jesuítica. Esos tres jóvenes eran Francisco Guzmán, Antonio Altamira y Alberto Villaverde. Los tres, pasados unos años, trabajarían denodadamente entre nosotros. El primero con nuestros campesinos desde CEFASA (Centro de formación y acción social agraria) con sede en Gurabo, recorriendo además todo el territorio con sus tiendas de campaña y con sus cursos ambulantes. El segundo con nuestra juventud bachillera y universitaria. Y el tercero con la comunicación, publicidad y artes plásticas y en la UASD. Los dos primeros procedían de nuestro Colegio de Belén y el tercero de la Federación Católica de la Habana.
Tenía Altamira en ese momento 19 años. Lucía aquella mañana un traje blanco almidonado impecable, muy habanero. Hijo de un diplomático ya fallecido, su entorno íntimo familiar era su madre a la que adoraba y una hermana a la que quería y protegía. Era atildado en su porte y en sus formas. Daba una primera impresión de tímido, contenido e introspectivo, pero, en cuanto rompía ese primer momento, era ya chispeante, ocurrente y bullanguero. Con el fin de iniciar tempranamente a los colegiales en el difícil arte de la oratoria y del trasmitir el pensamiento con gracia y fuerza poseía el Colegio de Belén la Academia Literaria de la Avellaneda.
Habiendo pertenecido a ella y habiendo sido su presidente, Altamira llegó al Noviciado con fama de buena pluma y buen catador de lo literario. De él el Director entonces de esa Academia, el R.P. José Rubinos, fino escritor del Diario de la Marina y laureado poeta, había dicho que su tersa prosa evocaba la de Santa Teresa. Durante sus años en el Colegio, Belén vivió su época áurea. El tuvo de profesores una pléyade de jesuitas, eminente cada uno en su ciencia, que publicaron en la Habana notables libros. Maturino de Castro, Antonio y Román Galán, Faustino García, Pelegrín Franganillo, José Rubino, Beloqui y Hurtado etc y surgió en él espontánea y reflexivamente una gran admiración por la Compañía de Jesús. Miembro de la Congregación Mariana desarrolló un creciente amor a la Virgen María que jamás la abandonó hasta la muerte, un amor contagioso.
Desde el primer momento, su ilusión y empeño fue llegar a ser un buen jesuita como ellos; y muy coherentemente se dejó troquelar fielmente por la exigente formación de la Compañía sin resistencias ni regateos. Lo vimos así, muy coherentemente, entregado totalmente a su formación en Letras durante tres años en La Habana; a continuación otros tres años dedicado a su formación filosófica en la Universidad Pontificia de Comillas (España); seguidamente en Cuba durantes tres años dedicado a una experiencia docente en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús en Sagua La Grande (Cuba); y por fin durante cuatro años recibiendo la formación teológica en la Facultad Teológica de los Jesuitas en San Cugat del Vallés, Barcelona, España.
Culminada su formación espiritual y científica, fue destinado en 1958 a la Habana, a su querido Colegio de Belén como Padre Espiritual de la Segunda División y Profesor de Literatura. Comenzó simultáneamente a sacar su Doctorado en filosofía y letras en la Universidad Católica Santo Tomás de Villanueva de la Habana.
La revolución cubana dio un fuerte giró a su vida. En setiembre del 61 el gobierno revolucionario suprimía de un tajo la enseñanza privada y expropiaba todos los edificios privados dedicados a la enseñanza. Entre ellos Belén donde se había educado Fidel. Su numerosa Comunidad jesuítica, con poco más que lo puesto, tuvo que ser dispersada entre diversas casas de jesuitas en la Habana. Al P. Altamira le tocó ir a Villa San José en la calle G esquina Av. 19. A los pocos días un grupo de milicianos, al amanecer, irrumpió en ella buscando a un grupo de jesuitas para deportarlos. Yo estaba allí y sería uno de los deportados. Eramos unos quince los que residíamos en esa casa.
Fuimos confinados a eso de las 6.00 a.m. en una sala y vigilados desde el corredor por un miliciano metralladora en ristre. Sonó el teléfono y Altamira arrancó a atenderlo. El miliciano le disparó a quemarropa y le hirió en un muslo. Fue llevado a un hospital militar y ya curado fue deportado a Colombia. Allí fue destinado al Colegio San José de los jesuitas en Barranquilla donde trabajaría con notable entrega y éxito durante 18 años, es decir hasta 1979.Es el momento en que es destinado a nosotros, al Colegio Loyola. Le costó el nuevo destino pero como buen hijo de San Ignacio vino y se entregó con ahinco y generosidad a la formación espiritual de nuestros alumnos, extendiendo su influjo a alumnos y alumnas de otros Colegios a través del MOVIC (movimiento de vida cristiana) creado por él, y más tarde como Vicerrector y decano de bienestar estudiantil en la Universidad O&M.
En el Colegio Loyola, recordando su experiencia betlemita, establecería la Academia Literaria Max Henríquez Ureña Todos recordaremos por mucho tiempo aquellos concursos oratorios públicos en que jóvenes del Loyola nos deleitaron con piezas inmortales de los mejores oradores de la literatura universal y de nuestra historia patria.
Tenía sus salidas inesperadas y sus reacciones incomprensibles. Sagaces, los jóvenes, se las perdonaban ante la evidencia de su entrega, amor hacia ellos, espíritu de sacrificio, tenacidad y preocupación por sus dificultades y problemas.
Últimamente le obsesionaba la muerte y le estremecía. Dios le premió con una muerte plácida y ya perdido en la infinitud de Dios habrá comprendido lo que Teresa de Jesús, su gran admirada, escribió que “aquella vida de arriba,/ que es la vida verdadera,/hasta que esta vida muera,/no se goza estando viva/. Feliz él.
http://www.listin.com.do/app/article.aspx?id=4184

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