miércoles, 11 de marzo de 2009

Jose Ramon Hernandez Lebron

PENSAMIENTO Y VIDA
José Ramón Hernández Lebrón
Francisco José Arnaiz S. J. - 10/18/2008



Uno abriga la ilusión de que los seres humanos que quiere nunca se van a morir y, cuando acaece su muerte, uno se siente increíblemente sorprendido y sacudido.
Hay amigos que son como hermanos, parte fundamental de uno. Cuando definitivamente se nos van, tiene uno entonces la ácida sensación de que con ellos se va también algo fundamental de nuestro ser y de nuestro existir.
Conocí por primera vez a José Ramón Hernández en los primeros meses del año 62. Dirigía en esos momentos la Patronal. Como parte de una operación de formación político-social, en la que estábamos metidos un pequeño grupo de jesuitas, yo, entre otras había asumido la tarea de celebrar ciertas tertulias con ese objetivo, rodeado de un grupo de empresarios e industriales.
Recuerdo algunos nombres: Marino Aufant, “Santanita” Bonetty, Tuturo Pellerano, Máximo Pellerano, Heriberto de Castro, Horacio Alvarez, Moisés Pellerano, Fernando Viyella, Ernesto Vitienes, José Buera, Jaime Esteva, Ricardín Hernández, Luis García San Miguel, Baby Ricart, Papías Najri, Payo Ginebra, Pepe Armenteros, Enrique Armenteros etc.
A esas tertulias jamás faltó José Ramón Hernández y en ellas inicié yo con él y con su familia una entrañable amistad que el tiempo jamás la debilitó sino que la anudó y fortaleció más y más.
José Ramón fue para mí desde el primer momento una caja de sorpresas. Me encontré desde ese momento con un hombre de una calidad humana sorprendente. Enormemente abierto a todo lo bueno y a todo tipo de personas. Respetuoso, comprensivo y solidario. Jamás arrogante e impositivo. Cuando no estaba de acuerdo, abría un poco más sus claros ojos, se sonreía, esperaba pacientemente su turno y sabía disentir con elegancia, con comprensión, con serenidad y con envidiable respeto a los demás.
Debajo de estas cualidades intuí que estaba ante un ser humano notablemente dueño de si mismo, difícil don humano.
Hombre muy auténtico, ajeno a vanidades y oropeles sociales, enemigo acérrimo de recurrir a turbios manejos para conseguir objetivos y opuesto visceralmente a someterse vilmente a nadie para alcanzar respaldos o apoyos para escalar o lograr privilegios, José Ramón hizo médula de su vida la honestidad y la integridad a toda prueba. Creía en el éxito del trabajo honesto, hasta en demasía, e hizo de este convencimiento y actitud lema y clave de su paso por nosotros.
Un día decidió crear una memorable empresa de neveras “NEDOCA” y el éxito le acompañó por encima de su sueño. Miles de dominicanos y en islas adyacentes se han gloriado de tener una Nedoca. Nedoca fue una nevera que en tiempos muy débiles de la CDE, mientras las demás neveras se fundían y paralizaban, ella sola resistía las repentinas subidas y bajadas del alocado fluido eléctrico y raramente fallaba.
Con su vivaz ingenio José Ramón creó un sagaz slogan publicitario: “Nedoca, orgullo nacional”. Hoy hay que decirlo claramente. El verdadero orgullo nacional era José Ramón Hernández Lebrón. Con su muerte la Patria ha perdido uno de sus hijos más ejemplares, portento de honestidad sin límites. Hay que decirlo y repetirlo en tiempos de corrupción tan extendida y rampante.
Lo admirable de NEDOCA no fue sólo su calidad, su precio y la ambición de la accesibilidad a ella de todo dominicano hasta de los más débiles económicamente. Fue también la responsabilidad y pulcritud con que José Ramón manejó siempre su empresa. Hasta en el modo de liquidarla cuando llegó ese momento por desleales competencias. El último en ser tenido en cuenta en su liqidación fue él mismo.
Con José Ramón casi se extingue ya una casta. Esa casta de caballeros, de hidalgos, de hombres de palabra y correctos siempre, que se nos antoja patrimonio de otros tiempos. José Ramón era un símbolo viviente de lo mejor dominicano de un ayer que tristemente se nos ha ido ya.
José Ramón no supo en toda su vida de frivolidades. Ni en sus pensamientos ni en sus actitudes ni en sus acciones ni en sus reacciones, hasta ni en su porte. Me recordaba siempre a aquellos caballeros castellanos que pintó el Greco en su celebérrimo cuadro de la muerte del Conde de Orgaz.
El que no cultiva la frivolidad dispone de un valioso tiempo para empeños mejores. Ha sido el caso de José Ramón.
Metido en afanes propios (sus negocios, su hogar florecido con cinco encantadores y valiosos hijos) José Ramón sacó tiempo, una vez liquidada la tiranía, para contribuir eficazmente, como causa y apoyo necesario, al despegue y consolidación nacional. Tal vez muchos no lo sepan.
El fue origen y parte de la Patronal, precursora del Conep. El fue origen y parte de APEC. El fue parte, cuando esta Institución fue creada, de la Junta Monetaria del Banco Central y el fue origen y parte de la Asociación Popular de Ahorros y Préstamos a la que dedicó energías y entusiasmo decidido hasta su último momento.
Dije al principio que José Ramón me había resultado una caja de sorpresas. Una de esas sorpresas fue su veta literaria e histórica dominicana. En mis conversaciones con él, me quedé sorprendido una y otra vez que me recitase de memoria poesías insignes de los poetas de habla española, de los poetas de nuestra América Hispana y de España.
Regalo suyo en mi selectiva biblioteca guardo con mimo dos libros que él me regaló. Uno de ellos sobre Sor Juana Inés de la Cruz, mexicana, y otro sobre Fray Luis de León. Le encantaba también el tema histórico. Había leído mucho sobre nuestra Historia a partir, sobre todo, de la Independencia nacional.
Le gustó viajar, como un modo de descansar y de enriquecerse espiritualmente, y pudo hacerlo y fue de los pocos dispendios que se permitió porque, como la gente de ayer, a la que pertenecía, José Ramón era austero en su vida y ahorrador.
Familiar y amistosamente era de exquisita afabilidad y extremadamente cumplidor pero siempre comedido y correcto, sin perder por eso cierta espontaneidad encantadora. Su sonrisita de hombre bueno.
La mejor herencia que ha dejado a sus hijas e hijos, a sus nietos y nietas es su vida y ejemplo. A Ana María le ha dejado el alivio del gozo compartido de medio siglo de unión ininterrumpida, de sueños y dificultades sabiamente superadas. A sus amigos nos deja el beneficio y estímulo de su lealtad y generosidad. Y a toda la nación el viejo mensaje del Eclesiastés, libro sapiencial bíblico que proclama que “es mejor dificultad con integridad y tranquilidad de espíritu, que abundancia con desdoro, inequidad y desasosiego”.
La muerte, toda muerte, levanta estremecedores cuestionamientos que solo la fe logra levemente esclarecer. La fe es sutil bálsamo a la hora de despedir definitivamente de este mundo a los que queremos.
El ejército español da el último adiós a sus héroes caídos en cumplimiento de su deber, cantando vibrantemente este canción: “Cuando la pena nos alcanza/ por un hermano perdido;/ cuando el adiós dolorido/ busca en la fe su esperanza,/ en tu palabra confiamos/ con la certeza que tú/ ya le has devuelto la vida,/ ya lo has llevado a la luz./// Cuando, Señor, resucitaste/ todos vencimos contigo./ Nos regalaste la vida/ como en Betania al amigo/ Si caminamos a tu lado/ no va a faltarnos tu amor/ porque, muriendo, vivimos/ vida más clara y mejor//.

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