viernes, 24 de abril de 2009

HERMANOS DE JESUS

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

HERMANOS DE JESUS

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

JUSTICIA DISTRIBUTIVA

PENSAMIENTO Y VIDA


JUSTICIA DISTRIBUTIVA



Fco José Arnaiz S.J.



Nadie que haya leído a Santo Tomás le podrá negar seriedad en cuanto escribe y agudeza de ingenio. Tiene en la Suma Teológica IIa IIae una interesante disquisición sobre la justicia conmutativa y la justicis distributiva, que es interesante recordar hoy ante la creciente espesura de la pobreza y ante el escandaloso crecimiento de la población pobre a nivel mundial y a lo interno de todos los pueblos. La globalización que debiera haber servido para una clara disminución de la pobreza en el mundo, lo que ha hecho es agravarla
La justicia conmutativa –afirma Santo Tomás- regula el intercambio mientras que la distributiva regula la distribución de los bienes comunes entre los diferentes miembros de la comunidad.
El derecho que define la justicia conmutativa es el de las personas que ya tienen algo y pueden acceder al mercado. La tendencia después de Santo Tomás, sobre todo al calor de la Filosofía individualista moderna, ha sido reducir la justicia social a solo esta modalidad.
La justicia distributiva sin embargo busca distribuir los bienes comunes entre los miembros de la sociedad no según lo que aporta cada uno al mercado (trabajo o productos) sino según las necesidades de cada uno, puedan o no ofrecer algo en intercambio.
La diferencia está en que, mientras la justicia conmutativa define el derecho de una persona en relación con otra persona por el justo salario o el justo precio o el justo beneficio, la justicia distributiva define el derecho de cada persona en relación con el conjunto de los que poseen bienes no necesarios. Un pobre no tiene derecho en relación con tal rico y tal rico no tiene obligación con tal pobre, pero la justicia distributiva crea derechos y obligaciones tan estrictos como los de la justicia conmutativa. Derechos del conjunto de los pobres respecto al conjunto de los ricos, obligaciones de los ricos respecto al conjunto de los pobres.
Hay que resaltar que por encima de todo está la Justicia general que tiene como fin el bien común, el bien de todos. San Tomás subraya que “ella es la regla que sostiene la sociedad humana y la vida común”.
A esta “justicia general” Santo Tomás la llama tambien “Justicia legal” porque por medio de la ley es como se realiza normalmente el bien común en una sociedad. Sobrentiende que la ley es justa. Una ley es justa o injusta según se refiera a la justicia general o la contradiga.
La justicia general tiene gran importancia porque todos los actos del ser humano tienen su aspecto social y están, por tanto, sometidos a la justicia.
Santo Tomás aplica estos principios a la sociedad. Honestamente se pregunta si a alguien le es permitido poseer algo en forma propia. En vez de responder simplemente de forma positica, lo que hace es recurrir a una distinción famosa. Si se llama “propiedad “a la facultad de administrar o de disponer de bienes le está permitido a alguien poseer en forma propia. Pero si se habla del uso, los bienes son comunes y quien los posee debe cederlos fácilmente al que los necesita.
Los bienes son de uno pero son para todos. Después de satisfacer sus verdadera necesidades, el propietario debe a los demás los bienes que le sobran, evaluando siempre sus propias necesidades con la misma medida que las necesidades de los pobres.
Lo superfluo se debe a los pobres. La palabra, sin embargo, es peligrosa. Es muy difícil encontrar una persona que juzgue superfluo un bien propio. Cuanto más se tiene, más se necesita. Santo Tomás define lo superfluo como aquello que supera lo verdaderamente necesario.
Tanto la distinción entre la justicia conmutativa y las justicia distributiva como esta definición de lo que es y de lo que no es la propiedad resuelven la dificultad con la que tropezaban los Padres de la Iglesia. Hay un derecho del pobre (justicia distributiva) y hay un derecho de propiedad (justicia conmutativa), pero el propietario no puede usar para sí solo los bienes propios que no necesita porque los pobres tienen derecho a ellos.
La tradición escolástica recibió esta herencia y la sometió a especulaciones alimentadas por una increíble curiosidad intelectual. No hay que olvidar que la escolástica, como observó Mac Luhan en su obra más seria “La Galaxia de Guttemberg” fue el período de más intensa investigación dialogal de la historia del pensamiento humano.
Los autores escolásticos no comprendieron la posibilidad de derogar un derecho natural. Solo a través de caminos tortuosos se llegó a distinguir en el derecho natural “mandatos, prohibiciones e indicaciones”. Dom Lottin en obra clásica “Le droit natural chez Saint Thomas et ses predecesseurs » volvió a caminar esos caminos para llegar a las tesis de que los mandatos y prohibiciones del derecho natural son inderogables. Pero que aquello que en él es mera indicación puede ser objeto de derogación.
Este es el caso del problema que nos ocupa. La comunidad de bienes sería una situación indicada por el derecho natural como un ideal. Entonces la apropiación sería el resultado de la corrupción de la naturaleza humana, sería así una derogación, una concesión a la flaqueza humana para evitar conflictos y negligencias.
Esta flaqueza humana, sin embargo no era considerada insuperable. Si con la ayuda de la gracia divina los seres humanos redujesen las influencia del pecado, podrían entonces realizar el ideal primitivo indicado por el derecho natural. Sería el caso de las primeras comunidades cristianas relatado en los Hechos de los Apóstoles, cuya conclusión se sitúa en el año 63 y fue el caso de las experiencias cenobíticas que por influencia, sobre todo de San Benito se difundió en Occidente y hoy practican tantas Instituciones de vida consagrada.
Se explica así que en culturas todavía impregnadas por esas ideas fueran acogidas con alegría obras que propugnaban dar a la sociedad una configuración en la cual se encarnaba el ideal primero del derecho natural. Entre estas obras tuvieron una fuerte repercusión la “Cittá del sole” (1602) de Tomás Camparella, fraile dominíco, y la “Utopía” de Tomás Moro.
La aportación a esclarecer todo este mundo fue más honda de lo que muchos pueden pensar. El intuyó que la apropiación individual no contradecía sino que complementaba la ·communio bonorum”, la apropiación social en su destino universal. Observa agudamente que la comunidad primitiva de bienes era puramente negativa. Todo era de todos simplemente porque nada era de alguno. La comunidad de bienes era atribuida al derecho natural no en el sentido de que el derecho natural prescribe que todo deba ser poseído en común y nada como propio sino en el sentido de que según el derecho na natural no existe distinción de bienes, la cual es resultado del consenso entre los seres humanos, fruto del derecho positivo. De ello concluye Santo Tomás que la aprobación individual no es contraria al derecho natural sino que lo amplía; y su síntesis final es la siguiente: la apropiación individual fue la etapa para pasar de la comunidad negativa a la comunidad positiva, a la realización del destino universal de los bienes de todos los seres. La apropiación de bienes es un medio inteligente de realizar la comunión de los bienes.
Santo Tomás lo explica recurriendo a una distinción aristotélica. Se expresa asi: “En cuanto a la facultad de administrar y de disponer es lícito que el ser humano posea cosas como propias. En cuanto su uso no debe tener el ser humano poseer las cosas exteriores como propias sino como comunes y debe estar dispuesto a saber comunicarlas con facilidad”.
El planteamiento de Santo Tomás no solamente es lúcido sino sorprendente al haber sido formulado dentro de un sociedad histórica que estaba muy lejos aún de la transición de una economía artesanal a una economía industrial.

UN MERO PUNADO DE HISTORIAS

PENSAMIENTO Y VIDA



¿UN MERO PUÑADO DE HISTORIAS?





Fco José Arnaiz S.J.


Dostoievki en “Los hermanos Karamazov” escribe: “El staretz Zósima dijo: de niño tenía en la casa una Historia Sagrada espléndidamente ilustrada. En este libro aprendí a leer. La Sagrada Biblia ¡qué libro! ¡ qué fuerza para el hombre!. Es algo así como la imagen del mundo, del hombre, de los tipos humanos de todos los tiempos. ¡Y cuántos problemas reciben en este libro claridad y solución!. Una palabra de la Biblia, si cae y arraiga en un corazón sencillo, lo mismo que una pequeña semilla, no muere sino que durante toda la vida permanece en él, en medio de las tinieblas de su mente y de la fealdad de sus pecados, como un punto luminoso, un recuerdo indestructible”
Uno de los frutos más visibles del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia ha sido el entusiasmo por tener y leer la Biblia.
No es cuestión de edad. A todos nos encantan las historietas, las historias, la Historia. La Biblia está llena de historias. Tan llena que alguno pudiera llegar a juzgar que la Biblia no es otra cosa que una colección impresionante de ellas. Las hay delicadas y tiernas, sugestivas y apasionantes, reales y míticas. Nadie que las haya leido un par de veces, las ha podido olvidar.
Del Antiguo Testamento todos recordamos el sacrificio de Abrahán; José vendido por sus hermanos y llegando a ser el hombre fuerte del Faraón en Egipto; el nacimiento y vocación de Moisés; el paso del Mar Rojo y llegada a la Tierra prometida; el combate de David y Goliat; las aventuras de Sansón y de Jonás; las hazañas de Judit y de Ester para liberar a sus compatriotas de invasores y opresores; y las historias de Tobías, Ruth y Job.
Del Nuevo Testamento todos mantenemos vivos en nuestra memoria la visita de Maria a su prima Isabel, el nacimiento de Juan el bautista, el nacimiento de Jesús en Belén, el viaje de los Magos, Jesús perdido y hallado en el Templo entre los doctores, el primer encuentro de Cristo con los apóstoles, el sermón de la montaña, la curación de los leprosos, del ciego de nacimiento, de la hemorroísa, del hijo del Centurión, del hijo de la viuda de Naín, la multiplicación de los panes y los peces, la resurrección del amigo Lázaro, el lavatorio de los pies, el relato dramático de la Pasión y las apariciones del Resucitado.
No obstante esta realidad, la Biblia no es una mera recolección de historias sino la historia de las relaciones de amor de Dios con la humanidad en la que hay que integrar las historias particulares que aparecen a lo largo de las páginas bíblicas.
La Biblia narra acontecimientos y presenta personajes para a través de ellos manifestar qué es el ser humano en la mente y plan divino y qué es lo que Dios quiere hacer de él y con él y expresa así sus relaciones de amor con él. La Biblia resulta de este modo ser una Antropología Teológica profunda que es pena escape a la perspicacia de tantos antropólogos modernos. Es también una Filosofía o Teología de la Historia.
El hondo planteamiento subyacente de toda la Biblia es la falsedad de reducir la macrohistoria de la humanidad y la microhistoria de los acontecimientos y personajes históricos a los acontecimientos y personajes visibles de la Historia y prescindir de la actuación y protagonismo de Dios en ella, un protagonismo fascinante por respetador de la libertad y autodeterminación de los seres humanos y por el sostenido interés, benevolencia y amor hacia ellos.
La Biblia, dicho de otra manera, no es otra cosa que la revelación de Dios, la manifestación paulatina de sus múltiples relaciones con el ser humano y la presentación de su designio total sobre la humanidad. Todo esto está en ella acomodándose al devenir de la historia. La revelación abarca un largo período de unos dos mil años, alcanzando progresivamente a grupos humanos cada vez más amplios y complejos, más evolucionados y cultos. En eso largo período de tiempo, Dios comienza a revelarse primero a Abrahán, jefe de un grupo nómada que vivía en el país llamado hoy Irak, después al pueblo judío y, por último, a toda la Humanidad en la persona de Jesucristo.
Es curioso que en este tiempo, en el que se redactan las partes más importantes de la Biblia, pensadores paganos de gran elevación intelectual y moral, como Sócrates y Platón, lleguen a conocer a Dios como Arquetipo último de las realidades terrenas y escriban sobre él en este sentido. Para ellos, sin embargo, este principio supremo es alguién lejanísimo e inmóvil. Ni por asomo intuyen que ese Dios pueda querer intensamente a los seres humanos; que ese Dios haya ido fundiendo su historia con la historia de la humanidad.
Nosotros conocemos esto gracias a Dios mismo en la Biblia. La pregunta, sin embargo, es ¿cómo Dios revela sus pensamientos y sentimientos en primer lugar cómo lo hace en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento es más claro y evidente.
Dios se revela de modo especial en la historia de Israel, pueblo elegido por Dios, a algunos hombres y mujeres para que ellos a su vez trasmitan a los demás lo revelado. Estas revelan se conservan durante un tiempo de memoria y, pasado ese tiempo, se consignan por escrito para que sirvan en el futuro a toda la humanidad.
Los autores de esos escritos fueron muchos, de diversas épocas y de diverso talento literario, que expusieron lo revelado en diversos estilos y recurriendo a diferentes géneros literarios. Al redactarlos, por añadidura, fueron iluminados de modo singular y guíados por el Espíritu Santo. Se explica así que el pueblo de Israel los llamase “sagrados” y que tales libros (La ley, los profetas y las “Escrituras”) gozasen entre ellos de autoridad divina. Pablo en su segunda carta a Timoteo le pide que recuerde que “desde niño conoce las sagradas escrituras”; que “ellas pueden instruirle a cerca de la salvación por la fe en el Mesías Jesús, ya que las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios, sirven para enseñar, reprender, corregir y educar en la rectitud” ( 2 Tim. 3, 15-16).
Las primeras generaciones cristianas no tardaron en conceder la misma autoridad divina a los Escritos del Nuevo Testamento. Lo atestiguan a finales del siglo I la Didajé, Clemente de Roma, Ignacio de Antioquia y otros.
El autor de la Imitación de Cristo escribe con su sabrosa unción:”Señor, dos cosas son necesarias para mi vida: mantenimiento y luz. Dísteme, pues, tu sagrado cuerpo para alimento del alma y del cuerpo; y además me comunicaste tu divina palabra para que sirviese de luz a mis pasos. Estas dos cosas se pueden también considerar como dos mesas colocadas a uno y otro lado en el tesoro de la Santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar donde está el pan consagrado, esto es el precioso cuerpo de Cristo, y otra es la de la ley divina (la Biblia) que contiene la doctrina sagrada y enseña la verdadera fe” (IV, 11).
Con más frialdad pero con precisión académica el Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la divina revelación, expone: “La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto escritos por inspiración del Espíritu Santo (Juan 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Ped 1, 19-21; 3, 15-16), tienen a Dios como autor y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos. De este modo, obrando Dios en ellos y por ellos como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. Como todo lo que afirman los hagiógrafos o autores inspirados lo afirma el Espíritu Santo se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación” (Dei Verbum, 11).
Hay otro aspecto que es justo resaltar. Leer la biblia es anegarse en lo mejor de la Literatura de un pueblo excepcional, de aguda inteligencia y finísima sensibilidad. Una Literatura que ha sido estímulo e inspiración de figuras cumbres de la Literatura Universal. Con su tìpica entonación lo dice Donoso Cortés en su discurso académico de la lengua: “En él (en el libro de la Biblia) aprendió Petrarca a modular sus gemidos. En él vió Dante sus terríficas visiones. De esa fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él Milton no hubiera sorprendido a la mujer en su primera flaqueza, al hombre en su primera culpa, a Luzbel en su primera conquista y a Dios en su primer ceño…”.

DESIGNIO DIVINO

PENSAMIENTO Y VIDA


DESIGNIO DIVINO



Fco José Arnaiz S.J.


A San Pablo le gusta recordarnos que el primigenio designio de Dios respecto al ser humano, desbaratado por el pecado, fue re-instaurado en Cristo y por Cristo. Es un planteamiento que ilumina la esencia íntima del cristianismo.
Dos fases, relacionadas entre sí, y tres líneas de acción en la primera fase implica la restauración. Las dos fases son: temporal y eterna; previa y definitiva. Las tres líneas de acción de la fase temporal y previa son: 1) Dios quiere un progresivo e ininterrumpido perfeccionamiento de la creación al servicio y bienestar creciente de la humanidad a través del trabajo humano. Dios quiere el progreso; 2) Dios quiere el progresivo perfeccionamiento del ser humano a través de su esfuerzo. Dios quiere una sociedad cada vez más perfecta; 3) Dios quiere que esto se haga “sacerdotalmente”, de modo sagrado, en vinculación con Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, en perfección creciente.
Late por debajo de este planteamiento la concepción de Teillard de Chardin que proclamaba arreboladamente que todo movimiento en la tierra hacia delante -todo progreso- es siempre movimiento hacia arriba, hacia Dios.
El perfeccionamiento progresivo de la creación entraña el descubrimiento creciente de las posibilidades existentes en la naturaleza, en la leyes físicas, químicas, bioquímicas y biológicas y la actualización de ellas al servicio de las necesidades temporales de la gran familia humana. Necesidades primarias y secundarias.
Dios entregó al ser humano la “naturaleza” no en un sistema cerrado sino abierto al desenvolvimiento continuo y a combinaciones múltiples que acrecientes sus posibilidades. Se trata de un fabuloso de perspectivas, ofrecido al ingenio y habilidad humana. Piénsese en tantos descubrimientos modernos que son augurio y realidad insoñable de mejoras inconcebibles. Avanzamos hacia tiempos en los que muchas de las dificultades y padeceres humanos serán atribuidas a la abulia humana y no al corazón duro de Dios o a concepciones antropomórficas de la Providencia Divina.
El paso de la posibilidad a la realidad cada vez más maravillosa de la naturaleza deberá ser hecho a través del trabajo multiforme y asociado del ser humano, de la investigación y la técnica. En ello, por ser plan y designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración a Dios y su ayuda incondicional para que así sea.
Lo expuesto encierra una serie de consecuencias importantísimas.
Dios tiene que suscitar “vocaciones” para este quehacer, para este servicio. Es decir que existe el carisma humano de “dominador de la creación”. Por otro lado hay que tener una alta estima cristiana del progreso y sentir su urgencia. Hay que suscitar y madurar una sana concepción cristiana de las realidades terrestres, del progreso, de la ciencia, de la técnica y de los valores terrestres y temporales, fundamento sólido de un cristiano optimismo temporal.
Existe una secularización sana, cristiana, que consiste en no pedir ni buscar la intervención divina donde se debe exigir y buscar el trabajo y la responsabilidad humana. Esto ahuyenta y condena, como contrarias a la esencia del cristianismo la magia, la superstición y el milagrismo.
La progresiva perfección de la sociedad implica una asociación humana cada vez más fraterna y favorecedora de la dignidad humana. Para ello es necesario que la sociedad sea cada vez más comunidad de señores y hermanos. Todo ser humano debe ser –y hay que exigir que lo sea- servidor y perfeccionador de los demás y jamás explotador de ellos, y totalmente identificado con el prójimo, y especialmente con los más pobres y marginados.
Esto requiere el esfuerzo de todos, la dedicación de algunos a buscar fórmulas concretas de lograrlo y modelos de aplicación según los tiempos y las circunstancias de cada nación y momento histórico. Es decir se requieren politólogos y políticos, sociólogos y asistentes sociales, planificadores, servidores públicos, antropólogos y psicólogos.
En esto, también, por ser designio divino, está comprometida la gloria, el honor y la adoración de Dios y su ayuda generosa para que así sea.
Lo que acabamos de exponer encierra una serie de consecuencias graves que hay que tener siempre muy presentes.
Dios suscita vocaciones para estas funciones y servicios y los que los ejercen en Cristo responden a un carisma divino y Dios está comprometido con ellos. Lo perciban o estén muy ajenos a ello.
Hay que tener una sincera estima de la “política” de la que nadie está eximido. Hay que admitir la autenticidad y bondad intrínseca del compromiso socio-político, concibiendo a la Iglesia –y exigiéndole ser- no sólo crítica y denunciadora de los desórdenes sociales (orden injusto sostenido, estructuras opresoras, actitudes alienantes..) sino agente de cambio, siempre que este sea necesario u oportuno.
El plan de Dios, en tercer lugar, exige que todo esto, que se incluye mutuamente, se haga de modo “sacerdotal”. Nos estamos refiriendo al “sacerdocio común de los fieles” que tanto reclamó el Concilio Vaticano II. Es el lado más fascinante del plan de Dios, reinstaurado en Cristo.
El que todo esto se haga sacerdotalmente significa que se haga de modo sagrado, divinizante. Este modo divinizante es algo más hondo que hacer intencionalmente a gloria y honor de Dios lo que se hace, aunque lo incluya; es hacerlo con Cristo y en Cristo como miembros y cuerpo suyo, vivificados por el Espíritu Santo, presente y actuante en nosotros y con nosotros.
En el bautismo se nos “unge” con el Espíritu Santo, quedando así asumidos a la vida divina. La vida humana pasa a tener dimensión divina y proyección eterna y gloriosa. Esto es el fin, la gloria y el gozo de la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, lo que acabo de exponer densa y esquemáticamente es el punto clave del misterio salvífico de Cristo e ilumina lo innovador y revolucionario del Cristianismo y la importancia de lo escatológico, irrupción de lo divino y lo eterno en lo humano y caduco.
Kart Barth ha escrito muy agudamente que un cristianismo que prescinde de lo trascendental y escatológico no tiene absolutamente nada que ver con Cristo. Reducir la religión cristiana a pura ética y la Iglesia a una simple agrupación de cátaros, de seres humanos honrados e íntegros es desconocer totalmente la esencia del Cristianismo. Desconocerla y pervertirla.
Al llegar a este punto se entiende fácilmente el ministerio sacerdotal jerárquico (Papa, Obispos y sacerdotes) y la distinción esencial, no gradual, entre el sacerdocio común de los fieles (del que hemos hablado hace un momento) y el sacerdocio ministerial.
El sacerdocio ministerial consiste primordialmente en servir a los seres humanos en su sacerdocio común. Un servicio, pues, a los seres humanos, en nombre de Cristo-cabeza, para que todos ellos vivan a plenitud su sacerdocio común. El presbítero pasa asi a ser sacerdote de sacerdotes. Para ello Dios le concede la triple potestad-función de ser maestro, liturgo y pastor, tres aspectos de una misma realidad. Todo esto es más hondo que ser simplemente organizador y presidente de ceremonias cúlticas y expendedor de sacramentos, algo que tienen muy metido en la cabeza muchos hombres y mujeres de hoy.
Entre las muchas definiciones, que se han dado del ministerio sacerdotal, una magnífica sería que el sacerdote ministerial jerárquico es aquel miembro del pueblo de Dios que re-presenta (es decir hace presente y actuante en él) a Cristo-cabeza del cuerpo místico, fuente de vida y de unidad.
A la luz de lo dicho, me limito a insinuar la importancia apostólica y evangélica que tiene dentro del pueblo de Dios el estado de “vida consagrada al Señor” (el estado de los religiosos y religiosas) en cuanto “sacramento” escatológico, en cuanto argumento y símbolo de la existencia de lo trascendente (Dios y la vida eterna y gloriosa), de su belleza, grandeza y atractibilidad.
También subrayo la importancia y grandeza del matrimonio-sacramento, en cuanto instrumento y símbolo de la identificación de Dios con el ser humano en Cristo, es decir de las bodas del Cordero con la Iglesia.
A modo de complemento de todo lo dicho, hay que añadir dos cosas. La primera es lo absurdo del enfrentamiento y de comparaciones entre las diversas vocaciones o carismas dentro del pueblo de Dios. Todas son complementarias: convergen en lograr la totalidad y complejidad del designio divino temporal y eterno, previo y definitivo. Lo fundamental es la vocación cristiana. A San Agustín le gustaba repetir que lo que perdía era ser Obispo y lo que salvaba era ser cristiano.
Dentro del pueblo de Dios hay que saber estimar al otro, sabiéndolo portador del Espíritu Santo o simplemente redimido y justificado por parte de Cristo. Esto debe producir la obligación y gozo de servir y ser servido, de dar y recibir, de enseñar y de aprender, de evangelizar y ser evangelizado.
La segunda cosa que hay que añadir es que en esta perspectiva no son admisibles los planteamientos teológicos restrictivos, que han ido apareciendo modernamente buscando ejes parciales que cristalicen toda la complejidad de la fe cristiana. Lo correcto es buscar presentaciones complexitas que integren todos los contenidos y dimensiones de nuestra fe, para que nada del plan salvífico de Cristo queda excluído o puesto en penumbra.
Una concepción genuina de nuestra fe es irreducible a mero sentimiento y quien así la reduzca lo único que está demostrando es una absoluta ignorancia de lo que es el cristianismo. El Concilio Vaticano II puntualiza: “La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (AA, núm. 5).

UNA CRONICA EXCEPCIONAL

PENSAMIENTO Y VIDA



CRONICA EXCEPCIONAL



Fco José Arnaiz S.J.

Esa crónica excepcional de la primera “Navidad” se la debemos al evangelista San Lucas. Lucas, “el evangelista de la ternura de Dios”.
Quien, sin embargo, ávido de pormenores de esa noche “más clara que el medio día”, que dijo Fray Luis de Granada, acuda a Lucas sufrirá una gran decepción.
En unas breves , aunque densas, líneas él agota todo lo relativo a ese trascendental evento, La causa de la frustración no es el texto sino la superficialidad del lector.
El autor del tercer evangelio, que muy pronto fue identificado con Lucas, el querido médico del que habla San Pablo en su carta a los Colosenses, no tiene interés en lo visible de esa noche sino en lo invisible de lo que narra. Concede, sin embargo, su importancia a lo visible. Tan se lo concede que en el prólogo de su evangelio advierte que “ha investigado todo concienzudamente desde los orígenes y que ha resuelto escribirlo por orden” (Lc 1,3). Convencido, no obstante, que lo importante no son meramente los hechos sino lo que los hechos encierran y significan, lo invisible de los hechos. Lucas busca presentar el plan de Dios, manifestado y realizado por Cristo y en Cristo, el misterio de la “salvación” universal que Cristo vino a instaurar en la tierra. Lo dice en el prólogo a Teófilo: “he resuelto escribírtelo por orden para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido”.
Lucas, pues, siendo historiador, no quiere ser simple historiador sino catequista y teólogo, desentrañador e iluminador de la fe cristiana. Es importante, también, recordar que Lucas escribe a cristianos ya iniciados que buscan un conocimiento más sólido de la fe que han abrazado. Su plan es iluminar el hecho cristiano y el misterio de la persona, misión y obra de Cristo. Sus escritos (tercer evangelio y los Hechos de los Apóstoles) sin dejar de ser historia, son teología de la Historia, teología del Nuevo Testamento que incluye Cristo y la Iglesia.
El pasaje del nacimiento de Cristo ocupa solamente siete versículos. Veintisiete si se la añaden los veinte del pasaje de los pastores y de los ángeles. Aislar estos veintisiete versículos de un conjunto más amplio, en el que está integrado, sería un gravísimo error y traicionar a Lucas. Buena parte de lo que Lucas debiera haber dicho en el nacimiento está dicho en la Anunciación, poco antes.
El secreto está en que los capítulos uno y dos de su evangelio forman un solo bloque compacto, sutilmente estructurado. Cada parte no puede ser plenamente entendida sino a la luz de todo el bloque, por sus muchas y mutuas dependencias. El bloque presenta el nacimiento e infancia de Jesús y de Juan Bautista: anuncio del nacimiento de ambos; visita de María a su prima Isabel; nacimiento del Bautista y de Jesús; pastores y ángeles ante Jesús recién nacido; circuncisión y presentación en el templo; y Jesús ante los doctores.
Todo este conjunto forma, por otro lado, una especie de prólogo teológico de todo su evangelio y del libro de los Hechos de loa Apóstoles. En él Lucas anticipa todos sus grandes temas y presenta nítidamente las claves teológicas de cuanto escribirá.
Todo el material de este prólogo lo monta él artísticamente en dos dípticos o cuadros paralelos. El primer díptico es el de la “anunciación” de Juan y de Jesús; y el segundo díptico es el del nacimiento de Juan y de Jesús. La visita de María a Isabel es una prolongación del díptico de las “anunciaciones”. Y la presentación del Niño e ida al Templo lo es del díptico del nacimiento de Jesús.
Según esto tenemos que Lucas contrapone la figura de Juan a la de Jesús y resalta la superioridad y excelencia de Jesús sobre Juan, desentrañando de este modo el misterio profundo que encierra el hijo singular de María. Jesús es el Mesías, el Salvador, Dios hecho hombre; y Juan es solamente el precursor, su siervo.
No le interesan, como catequista y teólogo, los pormenores históricos de la aparición de Cristo en la tierra sino quién es verdaderamente ese niño que nace en Belén y cuál es la misión que trae. Aquí es donde se va a alargar Lucas.
Para Lucas el Niño, que nace en Belén, es el instaurador de la Nueva Alianza de Dios con la humanidad, el iniciador de los nuevos tiempos que Dios tenía dispuestos desde toda la eternidad, como escribiría su padre y maestro en la fe Pablo de Tarso a los de Efeso. De ahí su vinculación con Juan el Bautista. Con Juan el Bautista termina la Antigua Alianza. “Juan –dice Lucas- irá por delante del Señor, espíritu y poder de Elías para reconciliar a los padres con sus hijos y enseñar a los rebeldes la sensatez de los justos preparándole al Señor un pueblo bien dispuesto “ (Lc 1, 17).
Ese Niño es el Mesías, el Salvador. Lucas lo quiere dejar muy claro. Y también qué tipo de Mesías o Salvador es. En Qumram se hablaba esos días de tres Mesías, uno doctor y profeta; otro, sacerdote, y otro, Rey davídico. Lucas en estos dos capítulos lo deja diáfano: El Profeta es Juan; y el Mesías davídico y Mesías sacerdotal es Jesús. Veámoslo. El niño que nace en Belén llevará por nombre Jesús. Jesús es forma abreviada de Yeohoshuah que significa “Yahvé salva”. Salva ya definitivamente. Lucas deliberadamente repite en este pasaje el texto de Isaías (7, 14), que había ya profetizado que “una virgen grávida daría a luz un hijo y le llamaría Emmanuel” que dice Isaías. La relación entre esos dos nombres –Jesús y Emmanuel “Dios con nosotros”- Jesús salva definitivamente porque es Dios salvándonos entre y dentro de nosotros. La divinidad de Cristo la remacha Lucas añadiendo.”Será grande y se llamará Hijo del Altísimo”. En Israel llamarse equivale a ser. Por otro lado, Grande en absoluto, sin acotación alguna limitativa sólo se aplica en Israel a Dios. A continuación Lucas añade:” Y el Señor, Dios, le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin”. Con esas breves líneas quiere él señalar que ese niño , que nace en Belén, pobre y desguarnecido, es el Mesías esperado por Israel, el prometido y definitivo. Es lo que quiere decir su alusión al Antiguo Testamento. El Mesías esperado (cfr 2 Sam 7, 12; 1 Par 22, 9ss; Salmo 88; Is 9, 6;Miq 4,7; y Dan 7,14) es descrito como “heredero del Reino de David en la casa de Jacob” ( Is 2,5 ; 8, 17 ; 46,3 ; 48,1).
Hay algo muy hondo en el planteamiento de Lucas que me resisto a no comentar. Ha sido el tormento de exegetas. Dice así el texto lucano en la anunciación:”El Espíritu Santo vendrá sobre ti (María) y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Y por eso lo que de ti nacerá santo será llamado Hijo de Dios”. Evidentemente que lo que nacerá de María no será la divinidad. El Verbo ya existía en el principio. Lo que nacedrá de María será la humanidad de Cristo, el llamado Jesús de Belén, Jesús de Nazaret. La humanidad de ningún ser humano incluye por sí misma la participación en la vida divina. Nosotros por los méritos de Cristo la adquirimos en el bautismo. Es un don gratuito de Dios. Esa participación en la vida divina, como lo explica Pablo en diversos lugares, no es otra cosa que el resultado de la presencia transfiguradota del Espíritu Santo que nos es infundido en el bautismo convirtiéndonos en “templos vivos suyos”. Lucas asume todo esto –“misterio estremecedor y fascinante” que dijo Tertuliano- y nos revela así que el Niño, que nace en Belén, nace en cuanto ser humano “santo” e “Hijo del Altísimo”, es decir vivificado divinamente no sólo por la presencia identificadota del Verbo sino también por la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo en él. Por esto, como dice San Pablo, Cristo, en cuanto hombre, es el primogénito y el arquetipo de los renacidos en el Espíritu Santo a la vida divina.
Una vez aclarado todo esto sobre la persona del Niño, Lucas expone su misión. Lo hace en el cántico de María, el “Magnificat” y en el cántico de Zacarías “El Benedictus”. Dice así el Magnificat:”El es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Su brazo interviene con fuerza; desbarata los planes de los soberbios, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos” (Lc 1, 49-53). Y añade en el Benedictus: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel porque ha venido a liberar a su pueblo suscitándonos una fuerza salvadora en la casa de David su siervo…Por la tierna misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que viene de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, para guíar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,68-69; 78-79). La salvación, pues, que trae el Mesías, ese Niño de la cueva de Belén, vendrá del Espiritu Santo y su obra será una obra de luz y de paz.
Lucas, pues, al hablarnos del nacimiento de Cristo en la cueva de Belén no ha sido ni tan parco ni tan sucinto. Es mucho y muy transcendental lo que nos ha dicho.
El profundo misterio de Navidad, pues, nos obliga a acercarnos a su conmemoración con devoción y ternura, con gratitud y estremecimiento.

AÑO PAULINO

PENSAMIENTO Y VIDA


AÑO PAULINO



Fco José Arnaiz S.J.

Todos los datos convergen en que Pablo, el apóstol de los gentiles, nació el año 8 de nuestra era. Fundamentándose en este dato, Benedicto XVI ha decretado un Año Paulino para celebrar el bimilenio de su nacimiento. El mismo Papa lo abrió el 28 de junio de este año en la Basílica de San Pablo extramuros y su clausura será el 29 de junio del año 2009.
La figura de Pablo es tan imponente en el Cristianismo que no han faltado enemigos del cristianismo que han defendido que el verdadero fundador de este fenómeno histórico es él y no Jesucristo.
Todo en él es impresionante: su conversión, su trayectoria, su personalidad, su obra y sus escritos.
Personalmente, como profesor de Teología que he sido por muchos años y como entusiasta de la Teología, mi admiración hacia Pablo como teólogo es inmensa.
Cercano al hecho de Cristo, (casi coetáneo de él), por haber nacido unos ocho años después de él y conocedor, por lo tanto de su existencia, vida y enseñanzas aunque no discípulo suyo, (más bien enemigo por sus diatribas frecuentes contra los fariseos a cuyo grupo pertenecía), y surgidas las primeras comunidades cristianas después de la resurrección de Cristo, Pablo de Tarso se constituyó perseguidor implacable de ellas.
El Cristo resucitado, sin embargo, que, con sus apariciones en cuerpo glorioso, devolvió y fortaleció la fe de sus apóstoles, en sus designios inescrutables se le apareció también a él, camino de Damasco y le vino a decir claramente que contaba con él para la expansión de la “buena nueva” , del misterio de la salvación universal que incluía la redención de nuestros pecados, la reconciliación de Dios con la humanidad a través de Cristo y nuestra santificación por la participación en la vida divina por la infusión del Espíritu Santo que nos hacía hijos verdaderos de Dios por adopción y herederos consecuentemente de la vida eterna y gloriosa en Dios y con Dios.
Supuso esto una gran convulsión en su interior. No era él un hombre liviano en sus convicciones, sobre todo religiosas. Fuertemente reflexivo y de temperamento ardiente y apasionado no admitía debilidades en su fe judía ni ataques a ella. Esa fe era para él convicción, pasión e identidad.
Sabía de Jesús de Nazaret. Lo había percibido como uno de tantos buenos profetas que surgían de tiempo en tiempo en Israel y había pensado que con su muerte habría de desaparecer su influjo. No había sido así.
No le había gustado en él el fondo revolucionario de sus planteamientos religiosos, su tono universalista y sobre todo que hubiese repetido insistentemente que él era la resurrección y la vida. No había soportado que hubiese dicho que él era más grande que Abraham y Moisés. Sabía que él había tenido frases muy duras contra los escribas y fariseos y por eso él, Pablo, se había convertido en perseguidor enardecido de sus secuaces.
Le constaba que había sido crucificado como un malhechor y no había creído que hubiese resucitado pero ahora resultaba que el resucitado se le había aparecido a él nada proclive a alucinaciones. Se le había aparecido en cuerpo glorioso y le había hablado claramente.
Ante este hecho irrecusable para él toda su vida y mundo anterior se le vino abajo. El equivocado era él y no aquel Jesús de Nazaret.
Todo ser humano sometido repentinamente a una experiencia de estas características, que exige un cambio radical de vida, piensa mucho y termina fraguando una personalidad muy típica, honda, firme y rica. Es el caso de San Agustín, de Newman, de Ignacio de Loyola y en nuestros días de García Morente y tantos otros. Y fue el caso de Pablo. Lucas nos informa que al aparecérsele el Cristo glorioso y decirle “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, él le preguntó “ ¿quién eres, Señor?, y que el Señor le contestó: “Yo soy Jesús , el mismo a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad. Allí te dirán lo que tienes que hacer”.
Los tres días de total retiro en Damasco, antes que viniese a verle y bautizarle Ananías, fueron, sin duda, a juzgar por sus futuras cartas, de una gran densidad mental, de mucho reflexionar bajo la acción del Espíritu Santo. Su conversión a Cristo no se había producido y se estaba produciendo por una frustración personal de su fe judaica y un progresivo conocimiento y admiración de la fe cristiana sino por una súbita irrupción de Dios en su vida. Esto le obligaba ahora a un proceso serio de comprensión profunda de aquello a lo que era llamado. Ante cualquier realidad el ser humano, (y es más humano cuanto más racional y conscientemente actúe ) procede así.
El itinerario de los sometidos a una experiencia similar es: percibir, reflexionar (razonar, discurrir), juzgar, deducir y valorar. Por su innata curiosidad, no se contentan con su constatación sino que quieren saber su origen, su entraña, sus implicaciones, su funcionalidad, su finalidad, su valor es decir sus múltiples relaciones con la creación y ante todo con el ser humano. Fue lo que San Pablo comenzó a hacer en Damasco y continuó haciéndolo toda la vida respecto a Cristo y la fe cristiana. Y esto es precisamente lo que le constituye figura singular y primer teólogo del Cristianismo.
El teólogo es un individuo que asume como propia la tarea de intentar comprender un misterio divino presente en la revelación o en la tradición de la Iglesia y una vez comprendido conceptualizarlo y , una vez conceptualizado, formularlo y , una vez formulado, trasmitirlo.
Solamente los de indiscutible talento y después de pensarlo y sobrepesarlo mucho son capaces de condensar su pensamiento en breves y lapidarias frases.
Es hechizante en San Pablo encontrar aquí y allá en sus cartas síntesis fascinantes del misterio de Cristo que iluminan profusamente la fe cristiana. Nadie ha definido mejor que él, en la Carta a Tito (3, 4-7) la profundidad del misterio de la salvación.
En sólo un párrafo, descifrador de la salvación, hace él los siguiente planteamientos: 1) La salvación consiste en un bautismo que nos purifica y produce en nosotros una vida nueva ; 2) la fuente de esa nueva vida es el Espíritu Santo dentro de nosotros; 3) Ese Espíritu Santo dentro de nosotros se lo debemos a Cristo; 4) En virtud de esa nueva vida somos “justos”, santos; 5) y poseemos ya, en esperanza, como herencia, la gloria eterna. 6) Y esto se le debemos puramente a la misericordia de Dios sin mérito alguno nuestro; 7) y esto muestra la bondad y amor de Dios a la humanidad.
Dice textualmente San Pablo: “Dios, nuestro Salvador, mostró su bondad y su amor a la humanidad, pues, sin que nosotros lo mereciésemos, por pura misericordia suya, nos salvó por medio de un bautismo que produce nueva vida por medio del Espíritu Santo que Jesucristo nuestro Salvador nos lo infunde generosamente, para que, hechos ya justos (santos, partícipes de vida divina) ahora, tengamos en esperanza, como herencia, la vida eterna”
A propósito de su situación en ese momento, preso en la cárcel mamertina de Roma por el único “delito” de predicar el evangelio de Cristo, Pablo le esboza a Timoteo en su segunda carta (2, 11-13) un breve tratado de ascética cristiana: “Esto es muy cierto: Si morimos con Cristo, también viviremos con El; si sufrimos con valor por El, tendremos parte en su reino; si lo negamos, también El nos negará; si nos somos fieles, El, sin embargo, seguirá siendo fiel porque El no se contradice”.